Por Liliana Rojas
Tenía doce años, y de eso hace una eternidad, cuando mi madre se casó con un francés que conoció en alguna parte de Quintana Roo. De la incandescente belleza de ese sol y de esa arena me he enterado por terceros, a mamá le gustaba viajar sola. Más bien prefería hacerlo sin mí. Después de sus vacaciones, de vuelta con nosotros a la casa de los abuelos, estaba ansiosa por partir de nuevo, esta vez a una aventura trasatlántica. Si también hubiera podido dejarme cuando decidió casarse y mudarse con su nuevo novio, lo hubiera hecho sin el menor recelo. Creo que la abuela incluso lamentó haber exigido rectitud moral a su hija pues a final de cuenta, nadie sufrió tanto como ella con nuestro salto de charco. La abuela lloraba inconsolable al despedirnos en el aeropuerto internacional Benito Juárez del entonces Distrito Federal. Ese día, ella y mi abuelo, que en paz descansen, me regalaron un fino y ligero crucifijo de oro con una cadena para llevar alrededor del cuello. Mi madre les había dicho que nos íbamos a París. A lo mejor no quiso mentir. Pero más tarde descubrimos que la región parisina era muy grande y que la ciudad donde vivía Frédéric, no era París.
Nos mudamos a Argenteuil, una ciudad de la periferia parisina que no estaba poblada por gente que comía caracoles ni portaba boinas blandas ni camisas a rayas. Más bien, la gente de Argenteuil a nuestro alrededor comía kebabs y portaba velos. Los kebabs son una suerte de taco con una gruesa tortilla de harina, incluso la carne se cocina en un trompo, como los tacos al pastor. Muchos de nuestros vecinos eran recién llegados justo como nosotros. Claro que también había franceses sin orígenes particulares, como Frédéric, que de todas formas no portaba velos, ni camisas a rayas. En realidad, él odiaba los kebabs. Por lo anecdótico, era controlador de boletos en los trenes suburbanos que conectaban nuestra nueva ciudad con el verdadero París. Él se encargaba de perforar los boletos de los pasajeros una vez que el tren estaba en movimiento para asegurarse que habían pagado su pasaje. Hace tiempo que los controladores ya no perforan los boletos. Ahora sólo los escanean con sensores. También sus uniformes han cambiado.
Pasó tiempo antes de que conociera el centro de París. Esos primeros meses, mi madre se quedaba en casa intentando aprender el idioma local y arreglándose las uñas. Eso le gustaba a su francés, mucho antes de que estuviera de moda ponerse uñas postizas con brillos. Yo veía largas horas la televisión. Cuando finalmente conocimos París, me parecía inverosímil que la gente viviera ahí. No veía tienditas, ni escuelas, ni panaderías. Sólo gente vestida para tomarse fotos o decir discursos.
Ese verano, me inscribieron a la escuela más cercana. Entraba en cinquième, que equivalía a primero de secundaria. Con qué orgullo mi madre me llevaba de la mano a la escuela con sus uñas bien limadas y pintadas de rojo diciendo tout et n’importe quoi, o sea, lo que se le venía a la cabeza, como que nuestra vida era otra y México y la soledad se quedaron del otro lado del océano Atlántico y que nos habíamos alejado de todo lo que podía hacernos daño. Mis compañeros no se hacían acompañar por sus madres. Sólo los muy niños eran acompañados, muchas mamás llevaban expresiones graves y velos. Aunque en la escuela nadie entraba con la cabeza cubierta. Porque uno debía entrar con la cabeza bien airada, decía mamá. Nos tomaba quince minutos de caminata y antes de que se acabara la canícula, yo ya hacía el camino sin ella, a quien le gustaba quitarle lo complicado a la vida. La parte mortificante de la soledad de mi madre se había quedado del otro lado del océano, la mía había sido documentada por aduana y sin problemas se arrastraba tras de mí, con la agravante de que los abuelos no estaban a la mano.
Cuando después de unas semanas acepté que tenía que leer francés, me decía que no debía olvidar el español, aunque fuera por mis abuelos. Hablar francés estaría en chino para ellos, decían riendo al teléfono. Como aún no teníamos teléfono en casa, los llamábamos sólo los domingos desde la caseta. Sin embargo, ellos estaban muy presentes en mi mente. Recordaba a mi abuelo que me exigía dar gracias a Dios que me dio de comer, cada vez que me levantaba de la mesa. En la cantine de la escuela a nadie le importaba. Aprendí rápido a agradecer en silencio.
De todas formas, para mí, hablar en general era un soberano embrollo. Apenas producía algunas frases en mi lengua materna en la escuela a la que iba en la colonia Álamos, que estaba llena de cretinos. Hablarles a los otros chicos en francés no parecía menos difícil. Mi madre decía que era una niña y que aprendería rápido. La verdad es que tres semanas después de empezadas las clases tardaba mucho en contestar. Sólo decía ça va. No es que fuera tonta, sólo no tenía otra cosa que decir. Por ello, no tenía más suerte que en México haciendo amigos. Jeanne era la única que se acercaba. Creo que no le gustaba hablar mucho, así que le convenía sentarse junto a mí en silencio. Durante el recreo, ese espacio temporal donde no teníamos tareas precisas, ella se sentaba a mi lado y mientras yo veía mis zapatos, ella veía los de ella. A veces me daba un carambar, una especie de caramelo suave. Esos dulces tenían un chiste muy tonto en la envoltura y me tardé bastantes meses en comprender que era un chiste y que era tonto. A veces a mí me daba por contarle cosas en español a Jeanne y ella me miraba fijamente. Sólo asentía y parpadeaba. En última instancia, nos contábamos cosas diciendo sólo ça va y haciendo gestos. Ça va, ça va, ça va, ça va… para decir que tenía manchada la falda por accidente menstrual. Ça va, para decir que ya me había dado cuenta pero que no había nada qué hacer. Esas cosas ya tenían la solemnidad densa que siguen teniendo los asuntos genitales en la vida adulta. No es que lo recuerde como si nada. Por eso Jeanne y yo entramos en una especie de intimidad en la que nos permitíamos protegernos una a la otra. Al menos del sarcasmo quemante de los profesores.
Mis maestros eran verdaderos seres antagónicos e inalcanzables. Me tardé en comprender que ellos me hablaban de usted y que yo no tenía derecho a conocer su nombre de pila. No podría decir, Tere, la maestra de español, Lupita, la maestra de matemáticas, ni siquiera con Jeanne, como con mis compañeras en México. Madame Larrivière, la profesora de educación física, entonces era una persona sin nombre «de cariño». Pensé en referirme a ella como la maestra Larri en las conversaciones con mamá. Aunque tampoco tenía muchas ganas de tener conversación con mamá pues irremediablemente volvía a su perorata habitual, de que había dejado las dolencias y el batallar continuo del otro lado del océano, y ahora mírame, comiendo croissants, y voilà y oh, là là, mira, ¡pero mira! cómo soy una madame que habla francés.
Desprovista de cariño, madame Larrivière parecía inexorable cuando gritaba. «Maestra Larri» era un nombre de una dulzura impertinentemente desproporcionada para ella. Desde el principio, cuando no podía comprenderla, sabía que cuando ordenaba algo no estaba bromeando. Así que durante esas clases de educación física en verdad me esforzaba por imitar a los otros. Cuando corrían, yo corría y aunque siempre los dejaba llegar primero, también trataba de no ser la última y así poder pasar desapercibida por madame Larrivière. Incluso pronunciar su nombre era un desafío físico para mí.
Pensé que tendría tregua en la hostilidad de los maestros cuando me dijeron que podía escoger entre español y alemán además de inglés. Escogería español y no tendría que esforzarme. Sin embargo, la maestra de español no era menos feroz. Debíamos aprender de memoria líneas de obras literarias que contenían palabras que yo no conocía y que nadie de mis conocidos en México me pareció que comprendería, «Apurad, cielos, pretendo,» y lo que seguía, se quedaba difícilmente en mi cabeza. No entendía cómo alguna vez pude aprender el Ángel de mi guarda, de mi dulce compañía, no me desampares, ni de noche, ni de día. Quizá porque no necesitaba entenderlo, lo sabía. La abuela me juntaba las manos y sus ojos eran como un acordeón para copiar de él las súplicas a los seres que debían protegerme.
Si no aprendíamos «el invaluable patrimonio del Siglo de Oro español», nos veríamos confrontados a una mirada que podía atravesar un bloque de cemento. Nuestra maestra de español era algo muy parecido a una ardilla frenética. Ella misma venía de lejos. Aunque Jeanne me dijo que España no estaba lejos y que en su barrio había muchos españoles. Me pareció curiosa la falta de inventiva de mis entonces pares franceses para poner apodos. Pensé que Ardilla furibunda era el apodo perfecto pero yo era del tipo de los que se ríen de las bromas de los otros, no de los que las formulan o ponen apodos y se ganan así el respeto. Los niños alrededor de mí no se ocupaban mucho en poner apodos.
A finales de septiembre, al llegar al salón, la maestra de matemáticas, Madame Lenfant, a cargo de nuestro grupo, anunció la llegada de otra estudiante hispano hablante, como tú, Georgina, me dijo en francés. Se llamaba Estela y venía de Chile.
Cuando entramos al salón, ahí estaba ya Estela sentada mirando a su escritorio, con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo. Cuando todos esperábamos de pie a que la maestra nos permitiera sentarnos, ella le dijo, en francés Estela, párate y preséntate. Estela se levantó pero su mirada se quedó abajo. Los murmullos aleatorios no paraban, como siempre, y la maestra tuvo que golpear en la mesa, como siempre, para hacer silencio. Entonces Estela habló.
– No sé hablar francés pero ya lo entiendo casi todo. Je m’appelle Estela.
Fue todo lo que dijo y se sentó con tal contundencia que la maestra comprendió que no estaba bromeando. En un intento de afirmar su autoridad dijo que el que quisiera podía hacer preguntas. Nadie quiso. Luego le informó a Estela que yo, Georgina, mexicaine, también hablaba español y que podíamos ayudarnos pero que esperaba que hiciéramos esfuerzos para integrarnos y hablar francés. Estela me miró dos bancas más lejos. Percibí un ligero estrabismo en su mirada y me estremecí al notar que, no sólo los maestros, sino también una niña de mi edad podía hacer que me paralizara bajo sus ojos de piedra. La maestra le pidió que señalara su país en el planisferio. Ella se levantó y señaló Francia.
La maestra miró perpleja a Estela que volvió a su lugar con silenciosa e imponente dignidad. Nos dijo que nos sentáramos. Luego se puso a hablar del evidente desinterés de nuestros padres por nuestro aprendizaje del álgebra. Escribió un ejercicio y se puso a caminar entre las filas, lejos de mí y lejos de Estela.
A pesar de mis esfuerzos, la chilena a fin de cuentas me ganaba en discreción. Aparentemente no necesitaba una amiga ni ningún interlocutor en español. Decidió unirse al grupo de alemán. Nadie estaba en realidad muy interesado en aprender español. Al respecto, ellos tenían las mismas ganas que tenía yo de aprender francés. Aunque a mí no me quedaba de otra, si al principio me las arreglaba perfectamente con Oui, madame, el barco comenzaba a hacer agua y cada vez era más difícil zafarme de las miradas desalmadas de los maestros. Incluso en español tuve que esforzarme. Una exposición sobre la Guerra Civil española era mi oportunidad última para no reprobar la materia.
Yo no tenía idea de qué había sucedido en ninguna parte del mundo en ningún momento antes de mi nacimiento. Por orden de mi abuela, mi madre me había ayudado a aprenderme cinco líneas de memoria. La abuela nos las dictó directo de su enciclopedia el domingo que hablamos por teléfono. Frédéric, el esposo de mi madre, sacó un viejo libro de historia y así condensamos el relato de la guerra en cinco renglones que ensayé con mamá varias veces.
El gran día llegó y yo me sentía orgullosa de mi preparación. A la hora de la clase, recité mis líneas de principio a fin sin respirar. La Guerra Civil Española duró de mil novecientos algo… y luego hablé de la derrota de los republicanos y del general Franco que gobierna desde hace más de treinta años. Dije algo sobre la muerte y desaparición de miles de personas. Incluso había hecho la pronunciación de la C como lo hacía la maestra, como lo haθía la maestra quien oportunamente me había informado que yo lo había estado haciendo mal toda mi vida y cada clase me corregía. Aunque había notado la mueca que deformaba aún más la expresión incómoda de la maestra mientras hablaba de la guerra, sonreí cuando terminé porque le contaría a la abuela que lo había hecho bien, aunque no tuviera su pastel de elote de premio. Después de la última palabra, esperé los mejores cumplidos de la Ardilla furibunda. Ella suspiró como si estuviera descomponiéndose por lo que acababa de decir. Su labio inferior temblaba. Entonces me miró fijamente y como si hubiera encontrado en mí la intransigencia que de alguna forma había perdido, me preguntó en francés algo que no comprendí al principio. Luego me habló en español.
– Está prohibido tener objetos religiosos aquí.
La observé sin comprender nada.
Entonces, con todo el despreció que pudo demostrar ante mi ineptitud en francés, señaló el crucifijo dorado que me colgaba del cuello y que normalmente se quedaba invisible bajo mi ropa.
– Esta es una institución laica.
Me apresuré a meterlo bajo mi camiseta. La maestra se puso a hablar de los valores de la république en vez de deshacerse en halagos después de mi exposición, cada frase fue dicha en francés y luego en español y aunque yo la observaba y podía ver que hablaba y su voz entraba en mis oídos, sentía como si más bien martilleara y su crueldad aplastara mi cabeza.
Ese día, Jeanne no fue a la escuela y yo busqué con la mirada a Estela en el patio del recreo. No la vi de inmediato y no quise que ella supiera que la estaba buscando. Deambulé pretendiendo buscar algo en el suelo. Recorrí todo el patio. Fui cerca de los casilleros. Ciertamente no recordaba haberla visto después de su llegada jugando por ahí, sola o con alguien más.
Finalmente y casi por casualidad, la encontré en el baño, al que entré en silencio. Reconocí sus zapatos, ortopédicos como los míos, pero sobre todo identifiqué su voz rezando. Con acento chileno musitaba Por favor, cuida de mi padre. No permitas que lo torturen, que no sea cierto, líbralo del mal.
– ¿Estela? ¿Hablas con Dios?
Estela se calló entonces. Sentí el temblor abrupto en la contracción de su voz como si no hubiera querido ser descubierta en flagrante crimen. Me acerqué y toqué con los nudillos la puerta del compartimiento donde estaba ella.
– ¿Estás bien, Estela? – dije en español.
Escuché como ella empezaba a sollozar. Suspiraba y jalaba aire espasmódicamente. No abrió la puerta. Me asomé por abajo. Vi sus zapatos con sus calcetas como si fueran viejos postes anclados al asfalto. Había unos papeles tirados fuera del bote también.
El timbre que anunciaba el fin del recreo sonó. No quería que la Ardilla furibunda me pusiera un retardo. Tuve que dejar a Estela ahí. No la vi más ese día
Al otro día, en la clase de madame Larrivière, ella evitó encontrarse con mi mirada. Durante la práctica de basquetbol pudo haberme pasado el balón pero sólo me lanzó unos ojos tan despiadados que los huesos de mis piernas comenzaron a fundirse con mi sangre.
Poco después, en la primera reunión de profesores y padres de familia, mi madre se puso a hablar con la madre de Estela. Parecían llevarse bien. Ese día mis resultados catastróficos de las primeras semanas fueron puestos en evidencia. Daba igual, nunca había sido una alumna brillante. Al principio mi madre lo ignoró totalmente y más tarde también. No se dio cuenta de que la escala no era sobre diez sino sobre veinte. El ocho para ella era totalmente aceptable.
De camino a casa, la plática de mamá tuvo algunas variantes.
– El padre de Estela está desaparecido. Tienes que ser amable con tu amiguita.
Mi madre no se había dado cuenta de que Estela no era mi amiguita. Iba a decírselo pero ella comenzó a decir que no todos eran tan suertudos como nosotros que no éramos ningunos refugiados sino que habíamos llegado aquí porque voilà y ça va, je suis une femme.
El matrimonio de mi madre habría de durar dos años cuyos días tenían unos tintes de inmensa felicidad para ella, como testimoniaba su sonrisa tan amplia que edulcoraba mi propia existencia. Sin embargo, con el paso de los meses y mis progresos en francés no extrañaba ni un poquito menos a mis abuelos.
Por otro lado, el álgebra no era especialmente impenetrable. Era claro que yo necesitaba ayuda pero no más que mis congéneres franceses, marroquíes o argelinos. La maestra Lenfant sin embargo intuía equivocadamente que mis dificultades venían de mi muy reciente inmersión a ese universo lingüístico. Por ello me hacía pasar a menudo a resolver los problemas y se divertía hablándome con lentitud, diciendo la consigna de todas las formas posibles. El ejercicio ayudaba al resto a recordar las fórmulas a fuerza de repetirlas en-tre-cor-ta-das- para burlarse de la situación. La mayor parte de las veces, la maestra podía probar su punto y dejarles a todos una edificante enseñanza del maravilloso mundo del álgebra. Algunas veces sólo conseguía hacerme más pequeña frente a las desparpajadas Sophie o Éléonore que acababan, a petición de la maestra, por tomar mi lugar para resolver el ejercicio. Con el tiempo, sin embargo, yo lograba resolver sin vacilaciones. La maestra me llamaba cada vez menos al pizarrón pues ya no podía poner en práctica su pedagogía del error; su decepción no podía esconderse.
Una de las últimas veces resolví un ejercicio, no recuerdo y pensé que lo recordaría siempre porque lo hice correctamente y, sin embargo, recibí una épica zurra moral. Después de escribir el resultado con el gis después de un detallado procedimiento, me volví hacia la maestra con seriedad. Por dentro sonreía, pero delante de ella nunca me jactaba. Incluso trataba de no verla, ni a Jean-Yves, ni a Sophie, ni Éléonore, ni a Xavier. Claro que esperaba un Voilà, o un Ca y est, o un Très bien. Madame Lenfant dijo algo con ininteligible seriedad. La miré para descifrar lo que acababa de decirme. Su voz no era amigable y cuando puse mis ojos en ella, enarcó las cejas y le dio un golpe al aire con la cabeza.
Pensé que había algo mal en mi procedimiento para despejar la x y de súbito miré al pizarrón escudriñando mis letras y números. Repasé el método velozmente. No veía el error porque no había error. Quizá ella se había enojado porque no había escrito la fecha. Así que procedí.
– Non, non, non – empezó a decir y luego dijo algo sobre los velos y las oraciones y la Revolución y el Ancien Régime. Finalmente arremetió en un furioso francés dirigiéndose a la niña chilena. Todo lo dijo en francés y me figuro que una maternal maestra mexicana hubiera dicho «Estela, ¡santo cielo! –o algo parecido– ¿la puedes ayudar?»
Mi compañera miró a la maestra con su mirada estrábica. La maestra entonces le gritó que se apresurara, que tenía que acabar de corregir el ejercicio, algo así. Quizá le dijo que tenía el tiempo encima o que se estaba haciendo tarde, o que era urgente. No lo recuerdo porque no lo entendí. Mi mente se ocupaba en resolver un acertijo cultural, aún más enojoso que uno matemático. Las miradas de los otros, hambrientas de sensación, iban de mí a Estela, y de Estela a Madame Lenfant, que se puso a dar palmadas apremiándonos a movernos. Concentrada en el polvo del gis sobre el pizarrón, yo no acababa de comprender qué había hecho montar la furia de la histérica maestra.
Estela se levantó y se dirigió hacia mí. La maestra la observó. En mi estupefacción, repasé con pánico los números y letras que acababa de escribir. Sentía como si una autoridad militar me sorprendiera en plena falta. La chilena se detuvo frente a mí con su intensa mirada y entonces tomó el crucifijo de oro que me había regalado mi abuela. Yo no había notado que se había salido de mi ropa y saber cuál era el problema no me hizo sentir más aliviada. Mientras me inmovilizaba a su manera, Estela jaló la cadena hacia abajo con contundencia e intrepidez. La cadena cedió y ella se apresuró a encerrarla en su puño. Dio aún un paso hacia mí. Entonces murmuró: Dios no existe. No la escuché pero leí sus labios que se habían acercado ligeramente a mi rostro y el peso del aire rancio y profundamente triste que salió de su boca. Se alejó un poco y volvió a fijar en mí su inexorable mirada.
El timbre rompió la estupefacción de todos. De inmediato los franceses tomaron sus cuadernos los metieron con prisa a las mochilas y se dirigieron a la puerta olvidando por completo lo que acababa de pasar. Algunos dijeron Au revoir a la maestra.
Yo seguía de pie con el gis en la mano. Estela me extendió mi crucifijo y yo dejé caer el gis para tomar el regalo de mi abuelita. Lo metí en mi bolsillo.
La maestra se acercó a su escritorio con una actitud visiblemente más relajada, parecía una atleta que acababa de terminar los cien metros planos. Entonces nos llamó por nuestros nombres de pila. Le dijo a Estela que J’aurais apprécié votre subtilité.
Estela no dijo nada. La miró desafiante. Entonces la maestra me miró a mí. Me dio una hoja con ejercicios que tomó de su escritorio y me pidió que se la entregara resuelta el lunes. Que le urgía más progreso y compromiso y que, sin duda, yo era perfectamente capaz. Que c’est pas évident pero que a fin de cuentas no tenía otra alternativa que trabajar. Su mirada se suavizó poco a poco. Se había quitado su máscara de profesora francesa de matemáticas y ahora se volvía un ser humano real que tampoco reconocía que yo había resuelto bien el ejercicio. Me dijo que dejara el objeto que tenía en la mano en casa y que si había algún problema con mamá, que ella podría explicarle todo. Asentí. Madame Lenfant me hizo una seña para que recogiera mis cosas. Pensé en mi abuela. Deseé con tanta fuerza que estuviera ahí que pude sentir el aroma de sus suéteres con botones en medio. Fui a donde estaba mi asiento para tomar mis cuadernos, mi goma estaba tirada en el piso. Mientras doblaba la hoja con ejercicios, sentía los extremos de mis labios ceder a la gravedad por sus respectivos flancos. La maestra empezó a decirle a Estela que no estaba obligada pero que la solidaridad era un valor muy honorable. ¿Por qué no quiere ayudar a su compañera?, le preguntó en francés.
Volteé a ver a Estela con el riesgo de que me aventara una de esas miradas paralizantes. Estela miraba al suelo. Le temblaban los labios y como yo, los tenía ligeramente arqueados hacia abajo.
– Elle parle toute seule et en espagnol– dijo.
Continué caminado. Me dirigí a la puerta y de reojo pude ver cómo los hombros de Estela temblaban. Cuando ya estaba en el pasillo desierto escuché que se echaba a llorar. Un llanto que fue a estrellarse contra las paredes que lo hicieron resonar y quebrarse. Sin dejar de caminar para salir, volví la mirada al salón por la sorpresa y vi a Madame Lenfant acariciar la cabeza de Estela, justo como lo hacía mi abuela cuando me decía que mi padre no me haría falta nunca porque ella y Dios me amaban al infinito. Salí del edificio, luego de la escuela a la calle y no me detuve hasta que me encontré en mi habitación de la casa en Argenteuil, esa ciudad francesa tan lejos de París, y de México y de Santiago de Chile, ese año de 1973.