Sandra Ivette González | Poemas

Sandra Ivette González Ruiz. Poeta, investigadora, docente y bordadora feminista, proviene de un linaje de mujeres oaxaqueñas. Desde hace más de 4 años sostiene un proyecto de bordado, dibujo y escritura para sanar personal y colectivamente. Coordina talleres y aquelarres de poesía con diferentes temáticas para mujeres diversas. Ha publicado los libros Apuntes para entrar en un jardín y Del cuaderno de notas de la Mujer Pájaro o algunas maneras de despedirse en La Jardinera Editorial, también una compilación de poemas sobre su abuela materna, titulado “Roberta, sus poemas” en el blog de Pensar lo doméstico. Participó en la antología Alguien aquí que tiembla. Celebración poética de mujeres: Año 1 del confinamiento, de Ediciones Sin Nombre. Es docente en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán, UNAM, Doctora en Estudios Latinoamericanos (UNAM), investiga poesía escrita por mujeres en contextos de crisis y violencia.  Insta @san27ivette

 

 

 

Hierba mala

Quisiera volver a los días

del olor a tortilla a punto de quemarse,

cuando mamá tostaba tortillas

mientras mis hermanas y yo nos tumbábamos en la sala a mirar el techo y de vez en cuando perseguíamos ese olor hasta la cocina y metíamos las manos al fondo de la masa tibia.

Ya no hago lo que me gusta,

mamá me advirtió de esto:

El mundo te devora, te roba el tiempo,

me dijo un día mientras arrancaba la hierba mala que, por entonces, crecía alrededor de nuestro árbol de peras

ese árbol que acogió mi infancia,

si te descuidas el mundo se come tu aire, se lleva tu vida .

Un día te das cuenta de que la gente vive trabajando,

mírame a mí que me tocó trabajar desde los cinco años para ayudar a la abuela y también para protegerla del maltrato.

La gente se la vive trabajando,

o bueno, no toda,

siempre hay quienes viven de nuestro trabajo,

de nuestro cansancio.

No es cierto que una cosecha lo que siembra.

No si siempre te han robado.

Si trabajas para otro que se quede lo sembrado.

Nos quitan todo y nos dejan esto:

hierba de la mala para pudrir los suelos y los sueños.

Ahora lo veo con claridad,

ahora que me escondo en el baño de mi habitación para escribir un rato,

me escondo de mí misma,

de la yo que está allá afuera trabajando sin parar,

sin descanso,

sin disfrute,

sin placer,

con la hierba mala creciendo alrededor.

Traigo hierba mala entre los pies,

ahora intento arrancarla pero no da,

el cuerpo cansado no recuerda cómo sanarse.

Por eso paso tiempo hablando con las plantas,

decía mi madre,

para sentir que no me han robado todo

que hay un cacho de mi vida que aún me pertenece.

 

 

 

A veces dejo que los desastres ocurran,

una jarra de agua se derrama y en lugar de correr a contener la situación

simplemente desvío la mirada y sigo haciendo las cosas que comúnmente hago cuando la vida avanza sin complicaciones

(si es que eso existe).

Escucho cómo fluye el agua por la mesa y el piso,

cómo salpica todo

y ya no me importa,

estoy demasiado cansada para seguir intentando darle orden a lo cotidiano,

intentar que las cosas se acomoden a la perfección.

 

Agarré mal la olla y el café cae sobre mi ropa,

la gata a punto de tirar otra maceta,

un plato mal acomodado choca contra el piso y se hace pedazos,

y yo dejo que todo eso avance,

que todo se rompa o se ensucie o se derrame o caiga:

el desastre es una constante,

vivo con un pie en la catástrofe

y a veces estoy más ocupada sobreviviendo a los grandes desastres de la vida

(el capitalismo, por ejemplo)

que no me quedan fuerzas para alcanzar la taza antes de que llegue al piso

y manche todo… dos segundos después de haber limpiado.

 

Quizá se nos ha hecho costumbre,

a quienes vivimos con depresión instalada en casa,

para quienes nos asomamos por la ventana

y lo primero que vemos son desastres,

incluso sin que hayan ocurrido aún.

Para nosotras una catástrofe aguarda en cada esquina,

en cada vínculo, en cada encuentro, en cada paso.

Acostumbradas a la devastación, dejamos fluir los desastres cotidianos,

resignadas, por fin, sabiendo que nada puede contener al caos.

 

Ya no impido que las cosas se rompan,

me acostumbré a rearmar la vida desde los escombros.

 

 

 

Carta abierta a las niñas que fuimos

(Después de leer un poema de Rosa María Pargas)

Último viaje en el tren de vuelta a cualquier casa. Una niña sentada frente a mí resbala sus ojos por toda mi cara. Insiste, me busca, husmea, sonríe, juega. Por fin la miro y sucede, me veo en ella. Y cuando alguien empieza a tocar una canción aprovecho para decirle bajito, a ella, la niña que fui:

Hubiera querido masticar, vomitar, escupir, aplastar la noche, entera, hasta detenerla.

Hubiera querido extender el refugio debajo de la cama, lleno de libros y el muñeco de patas rotas.

Hubiera querido que la abuela se quedara más tiempo y que alcanzara a contarte todos los secretos de la lavanda.

Hubiera querido acortarte las heridas o enseñarte a sanarlas a tiempo. Más rápido, no sé, más calmada.

Hubiera querido entenderte, no aniquilarte a palos por cada error.

Hubiera querido protegerte de todos los vatos que te jodieron.

Hubiera querido cuidarte del ex novio de tu amiga, el violador, y de tu ex novio violador.

Hubiera querido poner señales en la esquina donde te atacaron y cagar a palos al weon que te metió la mano.

Hubiera querido contarte historias mientras intentabas dormir y contener la angustia y explicarte el abandono o no explicarte nada, ya, solo hacerte saber que eso que sentías era verdad.

Hubiera querido ayudarte a retener los pedazos que te arrancaron.

Hubiera querido abrazarte, fuerte, cada vez que te arrinconaron y te arrinconaste a llorar y llenarte la vida de colores más tenues, de espacios menos hostiles.

Hubiera querido tenerte paciencia, no castigarte tanto, no hundirte tanto, no dañarte tanto, no deshojarte tanto, no reducirte a un cúmulo de errores que igual y ni son tuyos y escuchar tus historias y creerte a tiempo y darte certezas.

Hubiera querido llenarte de certidumbre el otoño y decirte: es una joda que la gente piense en las heridas como formas de curtir y fortalecer el carácter y es una joda romantizar los rasguños, porque hay cicatrices innecesarias.

Hubiera querido enseñarte a morder.

Hubiera querido capturar tus ojos, ahí, sentada en el tren y hacerte mirar hacia afuera, mostrarte los paisajes y dejarte llorar con ellos, dejarte leer todos los poemas, librarte y liberarte de la retórica del fracaso, de varios de esos mandatos re jodidos y dejarte revolcar un rato y no decir nada, no presionarte nada. Aullar.

Hubiera querido aullar contigo, todas las veces necesarias y ayudarte a hacer las maletas antes de huir.

Hubiera querido tantas cosas y masticar la noche, hasta detenerla.

 

 

 

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