Sin piedad ni autoridad

Por Eduardo Carrillo Vázquez[1]

 

*El término cuevas urbanas lo acuñó (al menos para un contexto local) el fotoperiodista tijuanense Luis Gutiérrez,  de probada reputación detrás de la lente.

 

Para Punto Norte:

 

Sin piedad ni autoridad

No usa perfume, reloj ni llaves. Inapetente y en contra de los rayos del sol sobrevive en cuevas urbanas, venciendo a sus recuerdos, a los seres queridos, a la policía y al olvido.

Las cuevas urbanas son grietas que presenta la realidad entre los puentes vehiculares cercanos a la vía rápida y la garita de San Ysidro, túneles y alcantarillas junto a la canalización del Río Tijuana y casas adjudicadas o abandonadas y los tantos minicasinos y picaderos financiados por pistoleros que bien que te piden que mates por unas cuantas dosis, pero no les gusta que asaltes para poder comprarles (regalaban M-30 al conectar los cricolitos en el canal y en las recicladoras que les quitaron a los chinos).

            —Me faltan veinte pa un cincuenta, Verrugas, ¿te tiendes o qué pedo? —dice el atorrante sin meterse al hueco en donde el otro lleva dos días fumando globos.

            —¡Qué pues apa, si me salgo ni mis cosas me dejas sacar!

Entonces el indigente parado frente al tránsito que circula hacia Estados Unidos, para asegurar el intercambio, saca una navaja de barbero oxidada y el Verrugas sale gritando sin agarrar sus pertenencias: un encendedor, un foco y el aroma a urea que le persigue a todas partes.

A principios del siglo XX surge la prohibición de psicotrópicos (término que la autoridad represora demorará décadas en definir) y la consecuente persecución de todo aquel que trafique sustancias distintas a las recomendadas por un estamento judicial y no médico. En una palabra, comienza a crearse, de Estados Unidos para el mundo, el personaje principal de esta historia: el adicto.

El doctor Terry en Chicago luego de la derogación de la Ley Volstead o Xavier Jarvis, un farmacéutico negro que dispensa a pacientes con receta en California pasada la Segunda Guerra Mundial, son arrestados por delatores y policías encubiertos haciéndose pasar por enfermos necesitando tratamientos con cocaína y metanfetaminas, respectivamente. Esta manera de operar llevaría a redadas mayúsculas que justificarán, con el beneplácito de la opinión pública de la nación, la propedéutica creación de la DEA en 1973.

Al Verrugas, entre la euforia alcanzada por el hábito y la paranoia fomentada por la represión, no le quedó de otra que asaltar a una pareja de enamorados en una parada del transporte público grafiteada con el nombre de un hombre que mujerea agrediendo mujeres.

            —A ver pajaritos del amor, a volar la bolsa, la cartera y los celulares.

            La policía municipal se la tenía sentenciada:

            —Mira mugres, si sigues tumbando en Plaza Río vas a acabar desmembrado y bien encobijado…

Por la interminable carretera interestatal número 5, Billy Gallaputo fuma sin conservar cenizas. Le rodea un embriagante paisaje verde y azul en sus retoños de progreso en la tierra prometida echada a perder desde el principio.

Billy Gallaputo sentía una genuina repugnancia por su copiloto, un gusano mexicano y delator auspiciado por la Agencia Federal Antidrogas gringa, pues el sujeto había logrado producir China White tras varios intentos de preparar fentanilo, en uno de los múltiples laboratorios clandestinos de la DEA.

La toxicidad está en la dosis.

Si fentanilo es lo que quieres, de .01 a .08 mg va la dosis efectiva para una persona de 60 a 70 kg (¿ahora para qué coño alguien de menos de cuarenta años necesita esa anestesia? ¡Vaya usted a saber!).

            —¡Qué fácil se gana la vida un gusano! —dijo Gallaputo al cabo de varias horas de camino.

            —¿Lo dice por usted, oficial? —contestó Novoa, el pseudoquímico en la nómina de la DEA que, a pesar de sus privilegios, tenía prohibido fumar en esa Chevrolet CK del 79.

            —¿Sabes qué es el Parkinson Juvenil, pequeño teatro de variedades?

            —¿La morbidez necesaria para ser policía?

            Gallaputo pensó en descargar las municiones de su Colt M1911 en ese homúnculo de tanto valor y presupuesto para su corporación judicial.

            —Sabe que lo que usted creó…

            —Sinteticé, porque lo que yo hice fue lograr una sustancia que ya existía en el ambiente.

            —¡Usted no es un químico, sino un charlatán que produjo algo distinto de lo que se le solicitó! —contestó afectado el oficial llevando, por mero instinto, su mano derecha al arma.

A Novoa le hicieron gracia los gajes del oficio del conductor y decidió sacar un cigarrillo de su camisa y encenderlo mientras el gabacho amenazaba con varios no te atrevas en inglés.

            —Ustedes los mexicanos me dan asco —dijo Gallaputo en su idioma natural de marcado acento italiano—, no saben hacer otra cosa que vender su palabra en perjuicio del resto de ustedes.

            —¿Si sabía mi güero que su enorme gran nación San salvadora del mundo es la primera en perseguir la euforia como ustedes lo hacen? Se necesita el gusano para armar una buena pesca. Pero el experimento va a salirles mal, si me permite advertir, pues cuando la corrupción y la impunidad se destapen como la condición a priori del narcotraficante, las relaciones de poder estarán demasiado parasitadas por los mismos criminales que ustedes están formando.

            —¿A qué se refiere exactamente? —preguntó Gallaputo encendiendo otro tabaco con la colilla del anterior.

El sonorense recién sacado de la pisca de uva en Arizona, con conocimientos químicos y nociones políticas tan precarios como los de la mayoría de sus coterráneos, dio una larga calada a su pitillo y después lo apagó en el reluciente tablero barnizado de aguarol por otro paisano que tampoco lograba los x dólares por hora que el sueño americano prometía.

La marciana le cedió un cuarto en un edificio en ruinas a las afueras de la colonia Libertad.

—¿Ves todas estas cicatrices? Pues ninguna me ha lastimado tanto como dejar de hacerlas —declaraba antes de pincharse una mezcla de heroica y sucedáneos frente al Verrugas que, fiel a sus mañas, seguía optando por la sazón de estimulantes y neurotransmisores.

Entonces la Marciana no decía más. El tormentoso caleidoscópico en su interior aletargaba a medida que el fármaco deseado encendía en su flujo sanguíneo, dejando tan sólo un rescoldo del sucedáneo, de sus hijos perdidos, de su vida en Estados Unidos, de la parálisis cerebral que la llevó a dejar de trabajar, al embargo de sus bienes bajo el capítulo  11 de bancarrota norteamericana que liquidó a su changarrito de limpieza y la serie de eventos que coronaban en ese edificio de la Liber en donde era conocida como la Marciana, Eroica de Beethoven y de la colonia Libertad.

            —Amor, duele, pero no me dejes —resonaba en el Verrugas cuando las amenazas del destino se cumplieron:

            —!Sácale un ojo, verga!

Enseguida el esperpento pálido y en los huesos le arrancó el ojo izquierdo a otra alimaña del mismo calibre y un alarido envolvió la noche en lamentos que se prolongaron por varias horas.

            —Apa, yo no era pa, me mandó el patrón, apa…

El Verrugas, en medio de los siete malvivientes alineados en pos de la tragedia, no dejaba de orinarse cada que los sicarios daban una nueva orden a esos miserables.

            —Ahora apuñálalo hasta matarlo, pinche mugroso.

Esta vez acompañó su orden con dos balazos, uno en cada rodilla, además de una carcajada que hizo eco en los otros tres matones cumpliendo el encargo de las autoridades: ¡no más asalto a mano armada en zonas céntricas!

La Casa Blanca lucía tan incorruptible como de costumbre en 1984: pasillos que traslucían democracia a través de los rayos del sol y el oficio del bien realizándose en su santa sede. A Gallaputo, no obstante, le decaía que nadie hubiera preguntado por el paradero de Novoa, o que tampoco cuestionaran, cuando menos, qué había hecho con el cuerpo del antiguo colaborador de la DEA.

            —¡Ya quedó advertido, pinche teporocho! Deje de hacerse pipi y en chinga a correr la voz…

Los troncos desmembrados fueron enredados en alfombras deshilachadas para después regarlos en distintos puntos de la ciudad usando los Jeeps de los malandros.

El Verrugas permaneció tumbado un rato, mirando cabezas, brazos, piernas, genitales, lenguas, orejas y ojos. Ninguno era suyo, aunque él seguía medio muerto y sintiéndose incompleto.

Necesitaba fumar un poco. Como pudo volvió a andar de pie y desde la Zona Este de la ciudad caminó a anexarse a un centro de rehabilitación en la Francisco Villa. Ellos te prestaban pistola para aventarse el jale, había llegado el momento de cambiar de una vez por todas.

 

 

 

[1] Eduardo Carrillo Vázquez, Ago 1992, Tijuana, Baja California. Infección cultural, reciprocidad y ji, ji, ji

Publicado en Obras literarias y etiquetado .

Un comentario

  1. *Amplitud terapéutica:

    La dosis activa de fentanilo va de 0.1 a 0.8 mg, no la señalada en la historia, que responde a una circunstancia en específico: recreo

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