Por Francisco Tomás González Cabañas
Hemos desterrado la idea del otro. La otredad quedó subyugada al reduccionismo de una conciencia tan carente de sí que no tiene tiempo ni espacio para reconocimientos que excedan la mera presencia testimonial. Dejamos de pretender la relación, el vínculo, la posibilidad de encuentros en circuitos que nos brinden algo más que la mera ratificación de nuestros actos, autómatas, inerciales y fundantes de una zaga, constituyentes de lo humano bajo otras características. Mismidad plena que imposibilita al sujeto la proporción, como extensión del lazo. En tal licuación, el presente continuo hegemoniza y absolutiza todo tipo de nociones y, por ende, de escisiones que permitan algún tipo de dialéctica y, en ese sentido, de trato con un otro, como incluso alter ego, doble o múltiples de lo uno.
El significante amo ha sido dinamitado. El objeto “A” cancelado. El deseo convertido en narrativa de una humanidad guionada que persigue una réplica con una penosa noción de goce. Como sesgo de posibilidad, la híper-realidad anula los otros planos. La muerte como horizonte unívoco de lo biológico. No nos permitimos alumbrarnos en la vida del concepto. Hemos dejado de significar dado que ese otro para lo cual funge la traducción tiene entidad de vacío. No hay representatividad ni representaciones. Somos la enjundia de una acción incomprensible. Tal vez irracional, probablemente misteriosa.
El 10 de diciembre de 1969, el psicoanalista Jacques Lacan inaugura su Seminario17 titulado “El reverso del psicoanálisis”, y es en el transcurso de estas clases que se formula el aparato de los cuatro discursos: el del Amo, el de la histeria, el Universitario, y el del analista. Este último, a decir de muchos pensadores contemporáneos como Matías Paschkes Ronis en “Lazo social y deseo”, determina acertadamente el éxito del discurso del analista y su reinado contemporáneo.
Leamos directamente a Lacan: “El discurso del analista debe encontrarse en el punto opuesto a toda voluntad, al menos manifiesta, de dominar. Digo al menos manifiesta, no porque tenga que disimularla, sino porque, después de todo, es fácil deslizarse de nuevo hacia el discurso del dominio…Tal vez sea del discurso del analista, si se dan estos tres cuartos de vuelta, de donde puede surgir otro estilo de significante amo” (El seminario de Jacques Lacan, libro 17, p. 73).
Creemos estar experimentado esta proyección lacaniana, a la que agregamos la disolución misma del lazo, por ende, del vínculos entre amo y esclavo. Híper-realidad, presente continúo, espacio de la “imago”. Otro concepto lacaniano que resignifica de Jung y que podríamos sintetizar como “una forma que induce formas”. Acabose de la alteridad. Réplicas viralizadas de aquella circunstancia de las vías infructuosas de las que nos alertara Parménides.
Sabemos que en tu rechazo puntual y específico a lo que estás leyendo se ratifica la no traducibilidad de los conceptos, el descarte de la dialéctica, su olvido ex profeso, la ruindad del logos. Las argumentaciones de la sensación, de la consolidación del por que sí. La prevalencia de quién en su aquí y ahora, por el mero hecho de sobrevivir y vociferar, puede decir lo que se le antoje sin que nadie tenga el deseo de escucharlo.
El objeto “A”, extraviado por el cese del deseo, pasa a ser el reflejo del superviviente, digamos a partir de ahora “la irracionalidad z”. A partir de ésta se funda la sinrazón, lo fenoménico de los nuevos discursos que suplantan los anteriores descritos por Lacan. Salvo el entronizado como nuevo amo, para nosotros, performativo. El del analista, que todo lo permite maximizando el desinterés del contraste de los conceptos, validando la oclusión, la obturación del deseo, en nombre de su búsqueda o encuentro.
Las hordas ciudadanas en las que devenimos, pobladas de cuerpos, sin órganos, partes, ni rostros, cuerpos sin más. En este amontonamiento surge, por una disputa de supervivencia, el discurso del político. A diferencia del discurso del amo, que se encontraba enmascarado, éste se muestra acabada y pornográficamente explícito y explicitado. La política es ni más ni menos que el amontonamiento de cuerpos, que se etiquetan bajo una denominación sin importancia. El imperio de lo biopolítico tal como lo anunciara Foucault. Lo electoral es precisamente la suma y resta de estos cuerpos inexpresivos e inexpresados que dirán cuál facción se impuso por sobre sus competidoras. Recordemos que no hay dialéctica, no hay razón, no hay proyectos, propuestas, formulaciones, entonces, no hay otro al que significar ni traducir. No hay contrapunto, debate, persuasión ni deseo de convencimiento. Volvemos a recordar, tampoco hay deseo. Terminada la epocalidad simbólica de lo electoral, el discurso prevalente de lo cotidiano es el discurso del empresario. La transacción de lo real es por intermedio de este vínculo absoluto. Somos lo que valemos de acuerdo a la trazabilidad del imago convertido en objeto, mero y huero. Nos exige y demanda tal discursividad que renunciemos a nuestra subjetividad, a lo poco que nos quedaba como para explorarla o revitalizarla. Es el pase del nombre, de la palabra al número. Volvemos a la conceptualización lacaniana. Nos reducimos a la condición de “matema”. En vez de grafo del deseo, ágrafo de la supervivencia es a lo que nos conmina el discurso del empresario. El que más tiene, más necesita y el que más necesita es el que menos tiene. Círculo vicioso en donde ocultar la falta o carencia genera el estrago doloso de la sentencia a muerte de un escape, fuga, hacia un asentamiento en un “fantasma” que posibilite cierta espiritualidad libertaria que proyecte algo más que lo real puro.
Finalmente, la noción de subjetividad escindida, atomizada, subdividida en partículas cuánticas. Los retazos o colgajos de lo que pudimos ser. El discurso del espectador. La pasividad rotunda, de ver, mirar, y por sobre todo consumir, los relatos, repetidos y repetitivos de narraciones insustanciales que nos acarician, en cada momento, por no despegarnos de la trampa de seguir siendo vividos, leídos, y redactados, por algo que nos excedió y excede. Lo que no es un otro, dado que no hay búsqueda, deseo ni subjetividad. Apenas un sitio al que rehusamos llegar, pero al que dejamos de simbolizar, de traducirlo para que signifiquen otras cosas, de vincularnos y enlazarnos con los que podríamos reconocer como demás. La imaginación sobrevive en el inconsciente, en tal reducto del que nació el discurso del analista, que ahora es la sinrazón del extravío.
Ofrecemos los presentes vocablos, para restituir la búsqueda, el deseo de lo humano, el reencuentro de la subjetividad, los lazos con los otros. Algunos dirán que esto es ni más ni menos que el discurso del filósofo. Será una anécdota. Sigamos intentando pensar, pese a todo, no desertemos de este último resquicio de singularidad.