Desde y sobre la cocina

Imagen de portada: Elena Climent, Cocina con vela negra. Tomada de exposición virtual ‘Nuevas filosofías de cocina‘: Los bodegones de Rina Lazo, Elena Climent y Patricia Quijano por Dina Comisarenco.

Una reflexión de arte y feminismo a tres tiempos

Por Abigail Dávalos[1]

 

La reivindicación de la cocina

Hace unos meses, durante un taller nos preguntaron cómo había sido nuestro primer acercamiento al feminismo. Todas hablamos de nuestras influencias, nuestros círculos inmediatos y las experiencias compartidas, sin embargo, una compañera nos fascinó con el relato de la cafetera eléctrica de su abuela. Fue a través de este artefacto de cocina, uno de los primeros en su especie, que la mamá y abuela de Ana le enseñaron a revolucionar la norma; el “diseño feminista” de la cafetera eléctrica —le dijeron— les permitió dedicar menos tiempo a la elaboración de alimentos y emplearlo en las actividades que ellas eligieran. El feminismo como una revuelta por el tiempo libre de la mujer.

La belleza en sí de esta historia y la posibilidad que ofrece para abrir el diálogo sobre un tema que pocas veces tocamos la hacían apropiada para iniciar este breve texto: la relación de las mujeres con el espacio de la cocina y con la producción de comida, y las propuestas artísticas que han nacido de esta relación. Sin ignorar la latencia problemática y el peligro esencialista de hablar sobre las mujeres y la cocina, particularmente dentro del contexto histórico-social del último año, en el que el confinamiento ha significado un fuerte revés a las conquistas en el espacio público por las que durante años se ha luchado, volcando a muchas mujeres nuevamente al espacio doméstico —y sus violencias— y a los trabajos de cuidado, propongo enumerar algunas premisas, desde el feminismo y sus representaciones, que nos permitan conocer o enriquecer las reflexiones propias al respecto.

No es ninguna novedad que la asignación de roles de género ha constreñido a muchas mujeres a ocupar y desempeñar las tareas del espacio hogareño casi como una extensión de su “naturaleza femenina», dentro de un mundo que ha fragmentado sus espacios según género, clase y raza. En este contexto desigual, la cocina y el cocinar se perciben en primera instancia como preservadoras de los valores de la estructura dominante que rechazamos. Pero, al permitirnos repensar históricamente la relación entre las mujeres y el acto de cocinar podemos encontrarnos no sólo con su valor como fuente de conocimiento social, sino también con su enorme potencia rebelde.

En los últimos años, la academia anglosajona se ha interesado por los puntos de encuentro entre los estudios antropológicos de la comida y los estudios feministas, dando lugar a todo un campo denominado Feminist Food Studies desde los años noventa. Desde la interdisciplina, algunas académicas sostienen cómo la cotidianidad de las prácticas alimentarias y sus representaciones en determinados momentos y lugares, pueden ayudar a contextualizar la historia de las mujeres, según apuntan Arlene Voski Avakian y Barbara Haber en la introducción a su libro “From Betty Crocker to Feminist Food Studies. Critical perspectives on women and food” (2005). Lejos de justificar el confinamiento obligatorio de las mujeres al espacio de la cocina o, de negar la explotación y reafirmación de ciertas construcciones de género que ello significa, estos estudios me han permitido imaginar las cocinas como espacios de posibilidades. Desde la construcción de comunidad entorno al trabajo en un horno o fogón colectivo, el ejercicio de micropoderes ganados —en ciertos grupos— por ser proveedoras de alimentos elaborados, hasta la sucesión de una innumerable cantidad de saberes e historias guardadas en los modos de hacer, la cocina como espacio y práctica es memoria, es ritual y es comunidad.

El espacio físico de la cocina, lleno de artefactos, enseres y materias primas, difícilmente podría describirse sin tener en cuenta las subjetividades que en su interior se tejen. Para recordar a Gaston Bachelard y su topoanálisis de una casa, la poética de la cocina tendría que comprender su importancia como “rincón del mundo y primer universo” de muchas mujeres, las cargas simbólicas que a los objetos ahí les asignamos y la contundencia con que ahí se hacen presentes nuestras palabras, emociones y afectos, haciendo de la cocina un espacio habitado, un lugar para construir y dejar huella, un bastión de pactos e inventiva. Otra posible habitación propia. 

Los espacios y actividades nombrados como femeninos dentro de un orden social creado por y para hombres, pueden ser plataformas creativas para quebrantar esa estructura y proponer nuevas formas de entender el mundo, a partir de la apropiación de las mismas herramientas con las que se les ha condenado, parafraseando a Griselda Pollock: las mujeres viven según propósitos diferentes y hay que explorar las maneras concretas en que ellas negocian y transforman su posición opresiva para alterar sus significados. Así, la cocina también ha sido, en ciertas circunstancias, un espacio de socialización para establecer y fortalecer lazos de solidaridad, de acompañamiento y sanación entre mujeres; un breve nicho de exención que, de a poco, da pie a la resemantización del acto de cocinar y de ocupar ese espacio.  La escena recurrente en que varias mujeres se reúnen para cocinar por elección y comer juntas tiene contenida en sí una larga genealogía de historia, tradición y experiencia compartida con una valiosa potencia política.

Cocinar no es una habilidad con la que una nace por ser mujer. Se trata de un arduo proceso de aprendizaje al que —afortunadamente— hoy algunas pueden rehusarse. Para quienes no es posible o deciden no hacerlo, existe una compleja y vasta intelectualidad de la comida, un conjunto de conocimientos, técnicas y secretos adquiridos en la práctica que, en ocasiones, no se limitan a la preparación de alimentos, sino a sus historias, orígenes o variaciones, requerimiento de utensilios específicos o hasta de modos y ritos al comer. Todo este engranaje de saberes se ha utilizado con creatividad también desde el feminismo, por mujeres que han elegido practicar la cocina desde su posicionamiento político. Stacy J. Williams en su texto “A feminist guide to cooking” narra cómo feministas de la segunda ola propusieron politizar la cocina sugiriendo animar a los hombres a cocinar, practicar el vegetarianismo, abriendo cooperativas de alimentos o apoyando la profesionalización de mujeres chefs para contribuir a su independencia económica. La reivindicación de la cocina en este contexto es una respuesta, continuando con la autora, al estereotipo difundido de que las feministas no cocinaban, discurso capitalizado incluso por la industria de alimentos que trató de vender las recién salidas al mercado comidas rápidas y congeladas como pro-feministas.

Los recetarios, han sido contenedores prácticos de todo este conocimiento culinario, sin embargo, por años también funcionaron como herramientas patriarcales que promovían un estilo de vida en el que la mujer debía convertirse en el ama de casa perfecta, cuya principal obligación —aún si tenían otras ocupaciones o no le gustaba hacerlo— era saber cocinar bien (y rápido) para tener satisfecha a la familia. Estos primeros libros de cocina, que no cuestionaban siquiera el rol de género asignado a las mujeres, fueron revolucionados y re-apropiados por grupos feministas para sus fines. Habrá que recordar por ejemplo que las sufragistas a principios del siglo XX publicaron y vendieron recetarios de cocina para recaudar fondos a favor de su campaña. En libros como “The woman suffrage cook book” o “The suffrage cook book” se incluían recetas sencillas para mujeres ocupadas en la lucha por el voto femenino, manifiestos políticos y recetas satíricas como la “sopa rebelde” o el “pastel para el marido dudoso de una sufragista”, todo también como parte de una estrategia para rebatir la idea que si las mujeres se involucraban en política descuidarían el hogar.

De igual forma, con la finalidad de solventar gastos, a finales de los años setenta la organización feminista estadounidense National Organization for Women (NOW) publicó una serie de recetas recopiladas entre sus integrantes bajo los títulos  “NOW We´re cooking” y “Firts Virginia Feminist Cook-book”; un par de años después un colectivo de mujeres lesbianas publicó “Whoever Said Dykes Can´t Cook?”, libros que no sólo colaboraban como ingresos para las organizaciones sino que apuntaban a negar estereotipos de género y proponían replantear la acción de cocinar como una elección. En este sentido, también los recetarios pueden repensarse y elaborarse no sólo como un conjunto de instrucciones y procedimientos, sino como recipientes de toda una compleja genealogía de saberes e historias de y sobre las mujeres, y entender a la comida como un dispositivo de afectos y autocuidado.

 

Representaciones feministas de las cocinas y comidas

En México, la teorización feminista de la cocina y la comida no es algo completamente nuevo ni ajeno. Ya en 1983 tuvo lugar el coloquio Bordando sobre la escritura y la cocina en el Museo Nacional de Arte, un ejercicio en el que participaron artistas y escritoras feministas, para pensar la relación entre su producción creativa y las tareas domésticas, haciéndolo desde la experimentación en las formas y métodos, validando por ejemplo, el conocimiento arrojado durante charlas y comidas colectivas. En este espacio el colectivo feminista Bio Arte presentó una instalación plástica sobre la comida llamada Con las manos en la masa. El naciente reconocimiento dentro del mundo del arte, particularmente de arte contemporáneo, para actividades casi siempre consideradas como “femeninas” como bordar o cocinar constituye un primer paso —dado por las mujeres— para fracturar el canon hegemónico de la historia del arte que por décadas devaluó ciertos procesos y soportes como artes menores.

En “Visión y diferencia” Griselda Pollock se refiere a los espacios sociales desde donde se crea la representación. En ese sentido, las representaciones artísticas de muchas mujeres vienen de su condición de relegadas. Algunas tendrán la forma de protesta y negación de ese espacio asignado en el que por mucho tiempo se les desterró, otras producen su obra resignificando y decodificando los roles asignados a su género como un medio catalizador de nuevas formas de representación. Ambas perspectivas se proponen, y logran, poner en la mesa de discusión del arte contemporáneo la situación desigual de la mujer en el arte y en la estructura social.

Dentro de este campo de producción feminista, los temas sobre la cocina y la comida han sido recurrentes. Un primer ejemplo es el trabajo de Martha Rosler Semiótica de la cocina (1975), un video-performance que parodia los programas de cocina, que habían alcanzado fama en los años sesenta, así como los infomerciales nocturnos que promocionaban aparatos para el hogar. Frente a una cámara fija, la artista aparece acompañada por una serie de utensilios y aparatos dispuestos sobre una mesa de cocina; a lo largo del video cada uno de estos objetos es mostrado y nombrado por la artista, para después simular a través de gestos y movimientos cada vez más violentos, el mecanismo de funcionamiento de cada uno. La lista de Rosler responde a un orden alfabético, con el afán de hacer notar cómo por cada letra del abecedario, hay un utensilio de cocina que las mujeres “deben” conocer y saber cómo emplear. Comenzando con la A de apron (delantal), mismo que la artista se coloca para continuar con la enumeración de objetos, en actitud amenazante se refiere entre otros al tenedor, cuchillo o mazo, para terminar con una especie de coreografía en la que representa las últimas letras del alfabeto U,V,W, X, Y, Z,  finaliza cruzando los brazos y haciendo un breve e insolente gesto de resignación. El ejercicio semiótico de crear un vocabulario, de palabras e imágenes, en torno a los conceptos de cocina asociados ipso facto a las mujeres, presentado por “una mujer extraña, haciendo cosas extrañas” (como la misma Rosler describe su performance) da luz sobre el fallo en asumir que todas las mujeres se sienten cómodas o familiarizadas por naturaleza dentro de una cocina.

También en 1975, la artista austriaca Birgit Jürgenssen crea la obra Delantal de cocina para ama de casa (1975), una serie de retratos fotográficos en los que aparece ella usando un pesado delantal-estufa de cocina. Vestida como un ama de casa de clase media, la personificación que Birgit hace no parece inconforme con la carga impuesta, sino más bien resignada a esta especie de incorporación literal de la cocina en su organismo, en donde un pan en el horno es una clara alusión a la genitalidad femenina. La artista, en este y otros trabajos, se dedica a problematizar la experiencia femenina dentro del entorno doméstico, haciendo énfasis en el riesgo de objetivación que la práctica irrebatible y mecánica de estas tareas implica, asimilando a la mujer, en el caso de esta obra, con un mueble de cocina.

No es posible hablar sobre arte, feminismo y cocina sin hacer referencia a la obra de Judy Chicago, The Dinner Party (1979), una gran instalación que a través de la recreación de un espacio para compartir alimentos hace un homenaje a las mujeres en la historia. La disposición del escenario de la “cena” está colmado de símbolos, gestos y detalles que invitan a vindicar la presencia femenina en el entorno de intercambio festivo, charla y sobremesa asociado regularmente a los hombres. Cada detalle del montaje de objetos tiene que ver con su propósito y para ello estratégicamente la artista y sus colaboradoras recurren a las consideradas por años como “artes menores y femeninas”: el bordado de los manteles y trabajo de cerámica personalizada para cada una de las invitadas ficticias, así como intervenciones hechas a mano en los azulejos del centro de la instalación, todo dispuesto para las comensales y protagonistas del evento. La obra invita a repensar, al alterarlo, el espacio cotidiano de un banquete, un sitio comúnmente de toma de decisiones, de hacer política entre hombres. Un momento y un lugar en el que las mujeres quedan excluidas de la historia. 

La mención de estas obras de la historia del arte feminista es imprescindible por su importancia y alcance. Sin embargo, no hay que olvidar la notable producción desde México y Latinoamérica de artistas feministas que también han encontrado en el tema de la comida y la cocina un terreno fértil y estratégico para hablar de la condición de la mujer, desde un lugar de enunciación que quizá nos resulta más cercano y familiar, por el contexto compartido. Hace falta recordar, en primera instancia a Sor Juana Inés de la Cruz quien junto a su obra literaria, se ocupó de recopilar recetas de la cocina novohispana fundamentales hoy para la gastronomía mexicana. Sor Juana entendía el valor cultural de la cocina y la comida y logró compaginar su quehacer como poeta y escritora en un libro de recetas en el que no duda en añadir un poema sobre su experiencia en la literatura gastronómica.

En años recientes, no pueden pasar desapercibidos los delantales que Mónica Mayer y Maris Bustamante portaban en sus performances/conferencias, como un distintivo indiscutible del trabajo no remunerado y no reconocido de una mujer en el hogar. Este instrumento de cocina ha aparecido en repetidas ocasiones en el trabajo de Mayer, quien ha encontrado en él la figura para mostrar cómo poniéndose y quitándose el delantal, se pueden también colocar y desmontar los roles de género, según ella misma ha explicado. De igual manera, su compañera en el colectivo de arte feminista Polvo de Gallina Negra, Maris Bustamante insistía en el delantal de cocina como un artículo clave en las representaciones femeninas, y se dedicó a recolectarlos en sus muchos diseños, texturas y particularidades, siendo los uniformes de un trabajo no remunerado, pero también los contenedores de objetos cotidianos que hablaban por las mujeres de su pesada jornada laboral doméstica como apunta la investigadora Araceli Barbosa en su trabajo Arte Feminista en los ochenta en México (2008).

Además del arte conceptual, obras de la plástica más tradicional también han recurrido a la comida y los espacios de la comida para proponer otras narrativas en el canon del arte. En este sentido, la Dra. Dina Comisarenco realizó un bellísimo proyecto sobre naturalezas muertas, una categoría menospreciada como decorativa y femenina, pero que en este caso han sido pintadas por mujeres que dan un giro político y con enfoque de género a estas obras. Nuevas filosofías de cocina es el título de esta curaduría que recupera el trabajo de tres grandes artistas, y la manera en que ajustan nuevas formas de representación, sobre y desde las mujeres, a una tradición pictórica aparentemente inocente. En primer lugar, Rina Lazo desafía la tajante división entre el adentro y el afuera, lo público y privado que por años significó un límite para las mujeres, al pintar bodegones en espacios intersticios que unen lo doméstico con el paisaje exterior, con lo que la artista hace manifiesta la presencia femenina en la vida social del país. La constante alusión de las frutas con los órganos sexuales femeninos en las representaciones es revertida ingeniosamente por la pintora Patricia Quijano al hacer el mismo ejercicio pero con desnudos masculinos. Por último, Dina Comisarenco nos recuerda los bellísimos “altares” que se crean en las despensas de las cocinas mexicanas, especies de instalaciones amorosas que evocan espacios de intimidad o infancia, y que son retratados por Elena Climent en su esfuerzo por representar una “estética de lo mexicano”.

            La estrategias propuestas por estas artistas, tanto para negociar la modificación de los paradigmas de representación de las mujeres en el arte, así como para exigir la inclusión de una mirada propia y femenina frente al mandato hegemónico que determina el canon cultural y de historia del arte, continúan y se fortalecen hasta el día de hoy, manteniendo a la cocina y la comida como temas/herramientas recurrentes para iniciar el diálogo sobre la violencia estructural de género. Un ejemplo reciente es la obra llevada a cabo por la artista Lorena Wolffer, Estados de excepción (2013), un ejercicio que plantea “intervenciones performáticas en las que las mujeres podremos ejercer libremente nuestros derechos en contextos públicos y visibles”, es decir, la creación de “estados de excepción a la inversa” dentro de una cotidianidad que niega sistemáticamente a las mujeres el reconocimiento de sus derechos y el goce de una libertad auténtica y plena. Para este fin la artista eligió el formato de una comida comunitaria en la vía pública a la que eran invitadas las transeúntes, para fundar breves espacios seguros producidos entre mujeres. En la video-pieza Celebración (1980/1981) Mónica Mayer y un grupos de amigas/colegas se reúnen para festejar a la artista Magali Lara y, al igual que Wolffer señala la trascendencia del acto de agruparse entre mujeres y dar valor a “los aspectos de la vida diaria de los que tradicionalmente nos encargábamos las mujeres para hacerla más cálida y significativa”.

La intención de replicar esos espacios de encuentro y solidaridad que se crean en torno a la convivencia de las horas de comida, y aprovecharlos como plataformas que escalan las reflexiones surgidas y contenidas ahí a un plano político, permite reforzar la idea de reclamar el cocinar y las cocinas, espacios muy bien conocidos por nosotras y en los que aún las mujeres ejercen cierto dominio, para configurar nuevos lenguajes de politicidad, para detonar cuestionamientos acerca de la condición desigual de las mujeres y, por qué no, como apunta Mayer en Celebración, usar esos trabajos —ni reconocidos, ni remunerados— para celebrarnos a nosotras mismas.

           

Un recetario autobiográfico

Hace años, una compañera de casa que se imponía una estricta dieta vegetariana me dijo en un tono muy cariñoso: “¡Da gusto verte comer!”, mientras yo estaba escandalosamente saboreándome algo que otra amiga nos había preparado. Seguramente ella no se imagina que el recuerdo de ese halago me sigue llenando de alegría hasta el día de hoy. Y es que siempre he creído que la relación con la comida ha sido un elemento determinante en mi manera de entender y habitar el mundo. Es en la preparación y compartición de alimentos, donde he llegado a percibir un recurso de afectos colectivos y de autocuidado.

Yo crecí entre mujeres. Muchas mujeres. Y fue en ese entorno que aprendí el acto de cocinar desde dos posturas muy distintas. Por un lado, mi hermana y yo tuvimos el ejemplo de mi mamá quien, muy al estilo de la protagonista del cuento Lección de cocina de Rosario Castellanos, aborrece la idea de tener que estar encerrada en una cocina para complacer a otros, habiendo tantas cosas más interesantes que hacer. La decisión de no aprender a cocinar, que mi mamá tomó con firmeza, tiene que ver con una maniobra de rebeldía dentro de un entorno en el que las mujeres debían cumplir con ciertas expectativas sociales, particularmente como parte de una familia de once hijos en la que la norma era servir a los hermanos varones, disposición a la que mi mamá se negó tanto como pudo. Así, al no saber cocinar, ella escapaba de esa obligación impuesta, pero no así de otras labores domésticas en las que sí tenía que colaborar —siempre a regañadientes— por ser mujer.

Por otro lado, y debido a la crianza compartida y colectiva que tuvimos la fortuna de gozar, están los aprendizajes que mis tías y, desde otros tiempos, mi abuela, nos infunden hasta hoy. Ellas supieron subvertir la obligación en gusto y técnica culinaria y han convertido, para nosotras, la cocina de la casa natal —tanto la acción como el espacio— en nuestra trinchera frente a la vida.

Fue ahí donde aprendí a conocer y reconocer ciertos aromas, sabores y texturas que desde entonces busco en todo lo que pruebo. Una especie de nostalgia constante por el retorno. Porque las cocinas son, sin duda, un lugar de la memoria, y en la mía están grabadas las sopas de gato que mi abuela nos hacía de niñas: un revoltijo dulce de tortillas remojadas, que en ningún lugar he vuelto a encontrar; o los fideos fritos que nos apartaba antes de guisar la sopa del día, y que era nuestra botana al llegar de la escuela; el licuado de mango con cereal de chocolate y nueces que mi tía nos hacía de desayuno, o el sandwich repleto de aguacate con sal que mi otra tía nos envolvía para la hora del receso; o los días de hot cakes para la cena escuchando “Take my breath away” en la grabadora viejita.  Pienso en todas las horas que las mujeres de mi familia hemos compartido en la cocina mientras, una más de mis tías, hacía un pastel de cumpleaños, y de paso unos bisquets “para aprovechar que está caliente el horno”, y en lo que salían los primeros, unas empanadas de camote “para que se lleven”; he de decir todas esas tardes, que aún se repiten, me han convertido en una comedora profesional.

Mi genealogía femenina me ha enseñado, cocinando, sobre alquimia, destreza, cuidado y autocuidado. Me ha hecho entender a la comida, como una extensión del afecto y, al cocinar y comer como experiencias compartidas. No creo que sea raro que ahora, en mi vida adulta, casi inconscientemente, muchas de mis relaciones personales más cercanas han iniciado en torno a la habilidad de otras en la cocina y mi habilidad como comensal. Viviendo lejos de mi familia, he encontrado, o hemos creado, espacios en los cuales replicar la sensación de seguridad y cariño de la infancia, intercambiando los saberes heredados, compartiendo las comidas preparadas, creando tradiciones propias y, sobre todo, acompañándonos dentro de la cocina, un espacio en el que podemos bajar la guardia antes de volver a enfrentar un mundo que nos mantiene amenazadas. Es por todo esto que he pensado que mi autobiografía podría tener la forma de un recetario de cocina.

 

 

 

[1] Doctora en Historia del Arte por la Universidad Nacional Autónoma de México; Maestra en Estudios Latinoamericanos por la misma institución y Licenciada en Historia por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Ha realizado estancias de investigación en la Universidad de Chile y en la Benson Latin American Collection de la Universidad de Texas en Austin como beneficiaria de los estímulos PAEP y la beca CONACYT. Sus líneas de investigación se encaminan en el arte contemporáneo, política y memoria de América Latina, específicamente interesada en los estudios culturales, las prácticas estéticas en el espacio público y la historia del arte desde una epistemología feminista. Se ha desempeñado como docente en los niveles medio superior y superior tanto en la ciudad de Zacatecas como en la Ciudad de México. Cuenta con publicaciones académicas y capítulos de libros así como invitaciones a charlas, conferencias y presentaciones en recintos universitarios y espacios no académicos. Fue parte de la Escuela Crítica de Arte edición 2019 (La Tallera/SAPS/INBA) enfocada en la crítica de arte feminista. Actualmente es docente en la Licenciatura de Estudios e Historia de las Artes de la Universidad del Claustro de Sor Juana y de la Facultad de Arquitectura en la UNAM.

 

 

 

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