Crónica de un entierro | Narrativa

Por  Diego Covarrubias

 

Con el pelo tiznado por el polvo que somos y seremos, con las uñas sucias y las palmas de las manos llenas de ampollas por sujetar la pala con la que, todos los días, entierran a los muertos, los sepultureros no saben de qué color son los ojos del cadáver que están enterrando, ni su nombre, ni su oficio, ni por qué murió, ni han leído el poema de León Felipe que dice que para enterrar a los muertos como debemos, cualquiera sirve, cualquiera, menos un sepulturero, para que no se banalice la solemne ceremonia mientras los sepultureros silban por lo bajo una canción de moda, esperando que termine el entierro para irse a sus casas a ocuparse de otras cosas,  indiferentes al triste silencio del muerto que se queda en la tumba, y que será devorado por gusanos hasta la desaparición de sus vísceras, hasta el último cartílago que sostiene su esqueleto, y que pronto será un derrumbe de huesos, como si fueran las columnas de un templo griego convertido en ruinas, al muerto, que a partir de este día será testigo ciego de las lunas llenas  que se volvería a morir si pudiera escuchar el llanto de su hijo, que, a sus escasos trece años, con los primeros brotes de acné en su frente, enfrentado al misterio del vello púbico y al torrente de testosterona que galopa por sus venas, sufre una repentina orfandad en la que aúllan lobos solitarios, y en la que, una  tristeza venida de quién sabe donde, provoca llantos en sus ojos, un niño que, para no perder el equilibrio y caer en el agujero en el que acaban  de bajar el ataúd de su padre, se aferra a la mano de su madre, quien lo abraza como si quisiera protegerlo de una pesadilla, una madre joven, y ahora viuda, que  llora en silencio la promesa de amor eterno que no cumplió su esposo, y que estrena una oscura viudez inesperada, y la responsabilidad de ser madre y padre al mismo tiempo, y encargarse de los trámites para gestionar el testamento y el pago de la hipoteca amenazante, una madre que sacude la cabeza para sacar de su mente las imágenes y los sonidos del asalto en que murió su esposo, los gritos de “ya se la saben cabrones, pongan sus celulares y carteras en la bolsa y al que se pase de verga se lo lleva la chingada”, y su esposo, en violento forcejeo, negándose a entregar su nuevo iPhone comprado en Coppel a doce meses sin intereses, y los ladrones cada vez más nerviosos, y “estate quieto cabrón, si no quieres que te metamos un plomo”, hasta que la situación llegó al límite y el balazo rompió tímpanos, y la bala destrozó el estómago y el hígado de su esposo, que se murió ahí mismo, después de una dolorosa agonía, rodeado de desconocidos, en el sucio suelo de una combi de pasajeros, por el simple hecho de no entregar un teléfono que tenía seguro contra robos, dejando a su hijo huérfano y a ella viuda,  tratando de encontrar consuelo en las palabras que dice el sacerdote: “vosotros ahora ciertamente tenéis tristeza, pero os veré otra vez, y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo”, palabras bíblicas de un versículo del antiguo testamento,  palabras que cada vez suenan más vacías y que ya ni él mismo, después de tantos años de decirlas, cree, el sacerdote que piensa que no tiene sentido que el “Dios nuestro que está en los cielos y que santificado sea su nombre”, permita que un hombre sea asesinado a plena luz del día por un par de adolescentes drogados que roban teléfonos celulares para después venderlos en la plaza de la tecnología del centro de la ciudad de México, el sacerdote que siente que su fe está cada vez más resquebrajada y que quisiera renunciar al sacerdocio, pero a su edad está difícil aprender un nuevo oficio, por más harto que esté de crucifijos, de homilías, de sotanas negras como el plumaje de ese cuervo que regresa a su nido volando entre los cipreses del cementerio, con el buche lleno de lombrices que regurgitará en los impacientes picos de sus polluelos, que lo esperan graznando en su nido, en lo más alto del poste de teléfonos que está al lado de la caseta del vigilante nocturno del cementerio, que espera que termine el entierro y que el cortejo fúnebre salga del panteón para cerrar el viejo portón de madera y quedarse a solas con sus muertos,  caminar por los pasillos como todas las noches, limpiar el moho de lápidas y cruces, regar las flores de los mausoleos, calcular la edad de los difuntos a partir de las fechas en los epitafios, espantar a los gatos que bajan de los árboles para cazar ardillas y ratones entre los sepulcros, ver a los viejos muertos salir de sus nichos a coger aire,  a estirar los huesos, como dicen, y a cuidar que los nuevos muertos —como al que acaban de enterrar hace rato victima de un asalto estúpido—, no escalen los muros del cementerio en busca de venganza y terminen viviendo entre asesinos como fantasmas que no asustan a nadie, como sábanas blancas secándose al sol en el tendedero de alguna vecindad de la ciudad de México.  

         

 

 

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