Por Aníbal Fernando Bonilla
El acto de escribir encierra un hálito que provoca la consumación de los deseos, la imprecación de la idea, el maleficio de la soledad. Es la delirante función que cumple el tejedor del teclado, el orfebre de sílabas incontables, el artesano de las delicadas letras, el artista de los fonemas perfectos. La literatura es la estratagema que nos traslada desde lo inmaterial a escenarios fantásticos, al artificio que induce la ficción, al imaginario de lo insondable, esto es, a la realización de la práctica creativa.
El esteta se desvela con sus sueños y pesadillas, con sus fantasmas y demonios internos. También asume la posición de testigo de su época, atravesando el muro de los otros, la prolongación de la vida, los sucesos que conmueven la conciencia, el rutinario acontecer de los días. Aquella condición humana proclive al análisis filosófico y a la cavilación a lo largo del tiempo se muestra en su expresión más profunda, en el vértigo del quehacer literario, el mismo que irradia a partir del estado solitario del creador, como signo auténtico de la ensoñación escrita.
La literatura promueve el desarrollo de los sentidos, a la vez que invoca al sacrilegio de la palabra, con una carga inevitable de asombro y preciosidad. Ya sea en prosa o en verso, aquella catarsis escrita reproduce los temores, debilidades, pasiones y ansias del desvalido ser, cuyo consuelo con la palabra se convierte en antídoto que evita el estallido final. Dicho de otra forma, los atributos literarios son componentes de sensibilidad y sosiego. A su vez, alimentan la actitud crítica y cuestionadora del ciudadano/a ante el entorno social. El sistema depredador e inequitativo se observa descarnadamente —de cuerpo entero— en imágenes y descripciones literarias que descuellan la realidad.
La literatura es el conjuro de la esperanza, el estallido del beso anhelado, la piel humedecida por el pecado, la oración en el campo de batalla, la bendición de los justos, la irreverencia de los indignados, el pan para el hambriento, las aguas torrentosas que bendicen a los menesterosos, el fusil del guerrillero, la ruta de los extraviados, el aliento de los desplazados, la energía tutelar de la indómita montaña, la mirada inocente de las vendedoras de rosas, el ingenio de los juglares contemporáneos desafiando a la selva de cemento.
Se escribe desde ambientes ideales, y aún en circunstancias peculiares, como en los pasillos de un aeropuerto o en el vuelo del avión, en la habitación del hotel, en la carretera del viaje inesperado, en el ajetreo laboral, en el bullicio de la ciudad decadente. Todo momento y sitio determinado es válido en el indescifrable afán de golpear las puertas que nos permitan adentrarnos en las líneas del lenguaje trascendente.
Estética de la palabra escrita
La literatura extiende sus alas con el hálito de la magia escrita, abre paso a las historias insospechadas en el hemisferio de la realidad junto con las experiencias del autor, convertidas en recursos válidos para la recreación narrativa, representa los códigos que se anteponen en la poética de la vida.
La literatura con escenarios diversos y personajes variados describe a la pesadumbre humana, a la incoherencia diaria y colectiva, a las sombras noctámbulas, a la bendición femenina, a la fatalidad amatoria, a los placeres múltiples, a la copa manchada de vino, a la soledad irrumpiendo entre la luz de neón y el griterío de las multitudes, al desvarío y al desamparo, al fugaz regocijo del hombre. La literatura escarba sobre las debilidades y fortalezas terrenales.
El oficio literario se da como resultado de un proceso interno de catarsis. Se borronean textos con el afán de llenar un papel en blanco, con la misión de compartir con el lector anhelos individuales, con la necedad de creer que a la mañana siguiente el mundo tendrá un horizonte más límpido y transparente. El rol del escritor se circunscribe en desentrañar sus demonios internos, procesar aspiraciones, describir a la luna y sus secretos, renegar del absurdo trajinar de los días, reflexionar sobre su entorno —paradójicamente— agobiante y esperanzador, generar cuestionamientos válidos y críticas constructivas, en fin, manipular los dedos a través de un aparato mecánico teniendo en cuenta el conocimiento y la creatividad.
Como asevera Raúl Vallejo “[…] un escritor se hace viviendo en la literatura; haciendo de la literatura, una forma de vida”.
Escribir es verbo y, por tanto, acción. A la par que pensamos vamos fraguando con la sutileza de las letras, párrafos que se perpetuarán con el tiempo, al mismo tiempo que construimos ideas vamos emergiendo versos que se fusionarán con la eternidad.
Según Abdón Ubidia “la literatura es una forma artística, emotiva, poética, de la comunicación […] la literatura es el lenguaje no de las puras palabras sino de las emociones”.
Por ello, cuando el lector asimila la propuesta literaria bosquejada en el viejo papiro y ésta tiene la facultad de la trascendencia, un sentimiento entrecortado de admiración y encantamiento aflora en él, dentro de una inminente complicidad frente a los personajes descritos, la metáfora pulida, el adecuado ritmo, el inicio, desarrollo y desenlace parido del sortilegio inventivo, la abstracción de las cosas, el poder de síntesis de circunstancias y momentos determinados que se perennizan en la recreación escrita. A partir de lecturas y relecturas, de influencias externas, del ensimismamiento interno y, desde luego, del propio aporte individual.
La poética ante el espasmo cotidiano
La literatura desacraliza la conducta humana. Es el espasmo de la palabra perfecta escogida en el fragor del acto creativo, en la lucidez del fugaz espacio solitario. Es la recurrencia de los sentidos, la metástasis de lo subjetivo y la exteriorización de las emociones profundas.
Cada autor/a emite un mensaje cuyo contenido se origina de los destellos vivenciales, experiencias, secretos, decepciones e ilusiones. Una vez alumbrado al público lector, aquel recado literario ya no le pertenece exclusivamente a ese creador/a, sino que su voz se universaliza, se socializa en su integralidad. Varios géneros literarios van encauzando las ideas originales, las miradas descriptivas, el encantamiento con las letras del abecedario, la llama encendida por la inspiración y el delirio del orfebre de la palabra. He ahí la irrupción del discurso poético contenido desde los albores del hombre, desde la génesis de la creación en sus diversas maneras de interpretación y hallazgo histórico.
La poesía, entonces, regocija el escaso ánimo de los penitentes, agita el fuego de los pecadores, aletarga el sacrificio final. La tristeza aparece entretejida en el verso, en la multicolor mirada del ser. La poesía se embellece con la percepción y luminosidad femenina. El eros se expande en el papel, así como las sábanas moldean los cuerpos apretujados hasta el amanecer. La palabra escrita fluye desde el torrente del erotismo, de la pasión que emana el amor, del padecimiento que se desprende del desamor.
La poesía contiene la fuerza onomatopéyica, la cadencia de los mares perdurables, la energía telúrica de nuestros ancestros y viejos tótems, los fantasmas y designios de la urbe en el suplicio cotidiano, la reconquista de los laberintos inútiles, la timidez del náufrago sin piélago, el corazón lacerado ante la indiferencia y el olvido, la remembranza de los rostros infantiles, la nostalgia adolescente, la decepción amatoria tras el refugio con la piel afiebrada, la inevitable cita con la vida y, desde luego, con la muerte.
La poesía rehúye la presencia de los estúpidos sin alma, increpa la desnaturalizada forma de asumir los códigos sociales, no tiene concesiones con la banalización contemporánea. Al contrario, abre paso a la luz, al verbo y a la ensoñación. Al regocijo común de los días. Como asevera Juan Gelman: “La poesía es un oficio ardiente en el cual uno trabaja mientras espera que se produzca el milagro del maridaje feliz de la vivencia, la imaginación y la palabra”.
Esencia y fervor de la palabra
Traspasar el velo creativo es un suceso que infunde amor y rebeldía, más aún cuando la especie humana se redime en la huella literaria. Es ahí en donde la descripción y el sello rutilante de los días se trasplantan en aquellos códigos escritos perpetuados en la interminable balada de la vida. El hombre, como sujeto de afectos y desafectos, de corajes y ternuras, de rupturas y quebrantos, de inquietudes y futuros inciertos, se abre paso a partir del ritmo de la palabra refulgente provocando cuestionamientos que coadyuvan a que la fiesta cotidiana sea más digerible, a partir de la contemplación y el ejercicio reflexivo que demandan nuestros actos.
Es la poesía la manera fidedigna de comprender los signos de la humanidad en toda su dimensión. Es en los versos que emanan de la historia anónima en donde irradia la esperanza del juglar de todos los tiempos. Tras del cántico que propugna el escriba quedan impregnadas renovadas interrogantes. En la ocupación poética trasciende un ambiente intimista que prevalece como elemento ineludible en la vocación escrita, cuya legitimidad radica en la prolijidad de los conceptos y en la habilidad por desentrañar las interioridades del ser. Para el efecto, se concentran ideas, imágenes y sensaciones que irrumpen de la monotonía haciéndole un guiño al intelecto innovador.
El poeta es un testigo delirante de su época. Este apasionante oficio le otorga la condición de buscador de utopías. De buceador de realidades. De tallador de sentimientos comunes. De orfebre de anhelos ajenos.
El lenguaje poético desmitifica la naturaleza humana. Desde los confines de la existencia terrenal la poesía prevalece como el último bastión intangible que emana inconmensurable ética por la autenticidad expresiva. Ya nos advierte el mensaje bíblico: “Al principio era el verbo” (Juan, 1:1). La voz lírica tiene su punto de partida y despegue en las líneas temáticas provenientes de la vivencia que nos conmueve y angustia y, de la médula comunicativa que imprime el poeta.
El acto de la escritura tiene como particularidad desprenderse del ropaje rutinario y ocuparse en la construcción paradójica del jolgorio y la pesadumbre, de la felicidad y la desolación, de la placidez y el lamento, extraídas de los resquicios del mundo. Ese apasionante vínculo entre el poeta y su circundante escenario, tiene como consecuencia la superación de la inmediatez, con el afán de alcanzar la prolongación del manto poético en la boca de los otros, en los seductores labios de las otras, en el vértigo de los desposeídos, en la mirada atónita de los necesitados, en la complicidad de los ángeles taciturnos, en la perennidad del fenómeno estético. La poesía hace más llevadera la tormentosa condición mundana. En definitiva, intenta humanizar la vida.
* El presente texto abre el poemario Gozo de madrugada, de Aníbal Fernando Bonilla (El Ángel Editor, Quito, 2014).
Aníbal Fernando Bonilla (Otavalo, Ecuador, 1976). Máster en Estudios Avanzados en Literatura Española y Latinoamericana, y Máster en Escritura Creativa por la Universidad Internacional de la Rioja (UNIR). Licenciado en Comunicación Social. Docente en la Universidad Nacional de Chimborazo. Ha publicado, entre otros, los poemarios Gozo de madrugada (2014), Tránsito y fulgor del barro (2018), Íntimos fragmentos (2019), y la recopilación de artículos de opinión en Tesitura inacabada (2022). Finalista del Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero 2018, y del III Premio Internacional de Poesía de Fuente Vaqueros 2023. Columnista de diario El Telégrafo entre 2010 y 2016. Articulista de El Mercurio de Cuenca, desde el 2022, y colaborador en varias revistas digitales. Participante seleccionado en el Taller de Poesía Ciudad de Bogotá Los Impresentables (2022 y 2023). Ha sido invitado a eventos de carácter literario, cultural y político en España, Nicaragua, Argentina, Uruguay, Cuba, Bolivia y Colombia.