Agua bendita

Por Angélica Mancilla

Empezaba a oscurecer cuando mi abue nos llamó a la sala, nosotros llevábamos todo el día patinando en el patio, del zaguán a la ventana y de la ventana al zaguán. Era domingo y papá había salido, desde temprano, al futbol con sus amigos. Mi abue dijo que ya no eran horas para estar andando como chivas desbocadas y nos pidió que nos sentáramos un momento con ella en los sillones de la sala. Nos quitamos los patines y los dejamos amontonados en la entrada de la casa. Entre empujones y apretones, corrimos a ganar el mejor lugar, que casi siempre era el de alguna orilla del sillón, no en los de en medio, donde se estaba apretado. Hacía calor. Estábamos chapeados y el sudor nos corría por la frente caliente. Andrés estaba agitado y empezó a echarse aire con las manos. Fue cuando mi abue sacó un rosario del mandil que usaba diario para no manchar su ropa al cocinar o mojarse la panza al lavar los trastes. Nos obligaría a rezar el rosario con el pretexto de la mala vista y de que le ayudáramos a leer, porque no era un secreto que la abuela leía perfecto, no en balde pasaba todas las mañanas, casi madrugada, rezando frente al altar que tenía en una esquina de la sala, con la imagen del santísimo —como lo llamaba ella— a la luz de una sola veladora. Una veladora que daba miedo, porque se quedaba prendida todo el día y la noche, y, aunque estaba en la sala, el parpadeo incandescente iluminaba de ocre el pasillo que llevaba a las recámaras. En las madrugadas, cuando las ganas de hacer pis se volvían incontenibles, me levantaba al baño repitiendo en mi cabeza que no volteara hacia el pasillo, tenía la sensación de que del otro lado siempre había alguien mirando, pero nunca quise averiguarlo, así que cuando estaba a punto de mirar, cerraba los ojos y apretaba con firmeza los párpados para impedir que se abrieran, luego avanzaba a tientas hasta sentir la manija de la puerta.

El primer turno fue para José, que estaba al lado de la abuela:

—A ver, hijito, ¿qué dice de aquí a aquí? —y le señaló los párrafos que le tocaban leer.

Todos intercambiamos miradas, estábamos a punto de soltar una carcajada, pero nos aguantamos, al final todos estaríamos como José, leyendo y rezando alguna parte del rosario.

Entrados en la lectura de José, mi abue pasó el rosario a Natalia, le explicó que la primera bolita era para mitad del “Padre Nuestro” porque la otra parte la debíamos decir todos juntos, pero Natalia siguió rezando después del “santificado sea tu nombre” y mi abue la detuvo con una mano, como si así apagara su voz. Después del padre nuestro, les siguieron diez “Aves María” con su “Santa María”. Y luego lo repetimos cuatro veces más. Yo, desde el primer misterio, empecé a contar con las manos, no quería que rezáramos de más, quería seguir en el patio patinando.

Empezó a oscurecer un poco más y la mirada de mi abue insistía en revisar el reloj colgado en la pared, estaba preocupaba. Tuve esa misma sensación, la piel chinita de que algo malo estaba a punto de suceder. Me puse nerviosa, me sudaban las manos, pero no dejé de contar ni de rezar. Sentía eso que no deja respirar, como si alguien me apretara el pecho con sus dos manos. El rostro de mi abue estaba rígido, inquieto, calculando el tiempo de lo que faltaba del rosario para lo que vendría después. 

Mamá no había salido en todo el día de su cuarto, le incomodaba convivir con mi abue cuando mi papá no estaba en la casa. Ninguna decía nada y en realidad se caían bien, pero como que sentía que invadía la sala, la cocina o cualquier área común, y es que era verdad, no era nuestra casa en realidad, sino la casa de la abuela, nosotros vivíamos con ella y no ella con nosotros, por eso siempre había muchas personas y casi nada de tranquilidad; tíos y primos entrando y saliendo sin importar si eran días de trabajo o fin de semana, aunque para mí y mis hermanos eso era bueno, siempre había primos con quienes jugar, aunque a veces termináramos peleando o regañados por correr y gritar.

Después del quinto misterio, me tocó leer la letanía, iba en “Arca de la alianza” cuando de pronto sucedió. La puerta se abrió con furia y una ola de aire frío cortó nuestras mejillas. José empezó a llorar; yo tragué saliva. Mi abue se calló de inmediato e intentó detenerlo debajo del marco de la puerta, pero su fuerza fue insuficiente, pasó por encima de todos. Llegó al cuarto en el que estaba mi mamá. En menos de un minuto había marca de golpes en la pared y en el mueble de la ropa. Jalones, lágrimas y gritos. Mi abue gritó que trajeran el agua bendita, pero nadie hizo caso, estaban tratando de esquivar los golpes. Yo corrí a la cocina, abrí la puerta de la alacena, ahí estaba el agua bendita. Le di la botella de plástico en la que había guardado el agua que días antes le bendijo el padre de la iglesia y comenzó a rosearla sobre eso que no sabíamos bien qué era. Mi abue echaba agua bendita y rezaba fuerte, como en una sesión espiritista. Esa cosa, pronto, empezó a perder fuerza y a chillar como una tetera, a gritar como un demonio, a decir que el agua bendita lo quemaba. Cada vez más fuerte, más duro, y, con cada chillido, su aliento etílico expulsaba un calor agobiante. Luego, en un instante, todo quedó en silencio, en calma. Eso contra lo que hacía unos instantes habíamos luchado e impedido que golpeara a mamá, había vuelto a ser papá.

 

Publicado en Obras literarias.

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