Miguel P. García (Ciudad de México, 1986). Estudió lengua y literaturas hispánicas en la FFyL-UNAM. Dedicado principalmente a la danza del tango durante los últimos quince años, encuentra en la lectura/escritura el vehículo para comprender su entorno. Considera el verso como un movimiento de baile que enhebra una expresión cuya finalidad se encuentra en sí misma, como experiencia, desde la acción que trasciende a la expectación. El acto de leer un poema en voz alta es análogo a danzar: el bailarín que no baila es como un poema escrito que no se lee. Miguel P. García ha escrito artículos acerca de danza, literatura y tango; narrativa breve, poesía, crónica. Actualmente se desempeña como conductor y coordinador de productores en el programa Cien Años de Tango, transmitido por la señal de Radio UNAM.
En el silencio
al llegar la última hora…
(Miguel Bucino)
Me apresuré a vivirte.
Envejeció la noche en nuestros cuerpos,
apagada la sed de estarnos quietos.
Los labios medio abiertos nos bebimos
y se mojó la rosa
que brotaba escondida en una nieve
que adiviné entre sueños.
Una palabra al fin,
porque al fin nos quebramos
y nos seguimos quebrando. Ya no sabemos.
Sin ojos y sin boca, la roca sobrevive.
Hoy lo logramos otra vez.
Salimos juntos, en ese espejo
detrás del que se teje lo demás,
que no alcanzamos a ver
porque nuestro reflejo nos estorba.
Dijiste… Dijimos…
Y la palabra miedosa sigue agazapada,
sin vivir, le negamos la existencia,
una más, una menos,
todo es elegir,
y vamos eligiendo qué decir.
En un mar de palabras
no todas se nos presentan.
No veremos todas
las gotas que hay en el mar,
pero llueve. Ésas nos tocaron.
Tu nombre se aparece y te presenta.
Qué ganas de nombrar y aparecer.
Desaparecer y acostarnos
en el silencio
y adormecer el habla
para bajar los hombros.
Anoche una mujer me confesó ignorancia
y no le hablé más,
porque hablar es usurpar una caricia.
Fue torpe como virgen,
su rostro fue mi espejo de años antes.
Al fin no queda
sino una piel metida entre sí misma
luchando en la frontera
con tanta realidad que la sofoca.
Piel tensa, apretada, piel que brilla
de no hace mucho,
nacimiento,
la piel cubierta de calor,
de manjar reservado,
de inquietud, de humedad, de roce acaso.
No puedo ser lo que me pides.
Salí para alcanzar, engañado de gozo,
y alcancé de sobra.
El mármol que se asoma
se cuartea, y no importa.
Pensé y dejé de ser.
En esta trampa de Dios
que nos deja sin respuesta,
me acerco a ti en mi sobria desnudez,
porque encima de mí te aligeras
como en un agua tibia.
Yo soy el agua tibia que te mece,
yo soy marea y me levantas, Luna;
soy onda brava que golpea la piedra,
soy esa espuma ciega que te lame, arena.
Mi humor nos danza, ya lo ves, se inflama,
se abandona, se aquieta
en este movimiento,
y dentro uno del otro
de nuevo, ya lo ves, nos reinventamos.
Estamos de aquí a allá, volamos alto
y el universo queda circundado.
Arco de realidad, aquí tu recta.
Quedé colgado como fruto al árbol
hasta que maduré y solté tu boca.
La soledad no estorba, no hace caso,
y estoy llorando con mi danza a cuestas.
Después de todo, la espiral me alivia
llegando nuevo a cada nueva etapa
sin importar lo viejo que me ponga.
La imagen, la palabra, el pensamiento;
el astro, el mar, la danza, todo, todo…
Que me lo quiten.
Oscura noche
Se me escondía tu color moreno
en esa oscuridad de sol vencido,
fue el minutero un préstamo intuido,
cada segundo un nuevo desenfreno.
Al consumir tu angustia y mi veneno,
la noche me dejó sin paz ni oído,
y para hallarme en ti por tu latido
puse mi mano en medio de tu seno.
Oscura noche y permanencia triste.
El tacto muestra su verdad macabra,
la promesa de vida sin cumplirla.
No sientes ya mi mano, ya no existe.
Del mismo modo pierde la palabra
su sentido de tanto repetirla.
Esta quietud
Para evitar que esta quietud se acabe
postergo un poco más la retirada.
Y mientras amanece, te coronas
con un brillo que exalta
tu cansancio en proceso
de desaparecer su indiferencia
sobre tus ojos que se cierran solos.
Un ansia llega entonces como un rayo
y el deseo de matarte
llega y se va dejando un solo eco.
Habría sido mejor que te acabaras,
que ante la timidez
de tu grito (o su intento)
te hubieras sublimado
como tu voz sin ti me lo decía.
Pero una sola lengua hay en mi boca.
No seguiré pensando en ese trance,
que cargo la impotencia
de sentirme atrapado en este instante preciso
sabiendo que de haberte
deseado un poco más
te habrías desmoronado.
El distraído
En vivir me distraigo de la vida:
sufro, amo y me voy sin pensamiento,
dejo de ser autor sino instrumento,
el cuerpo entrega al alma lo que pida.
Sin encontrar la senda escondida
que dijera fray Luis, camino lento,
cierro los ojos al soplar del viento,
sigo a perpetuidad un viaje de ida.
Anulado el olvido, mi pasado
existe en mi memoria solamente,
muestrario de Monet y, en ese abismo,
se instala en mi presente el triste estado
de no saber si me distraigo ausente
de la vida, del mundo o de mí mismo.
Asedio
Tú me recuerdas la canción del viento
sobre las hojas dóciles de otoño,
las rubias hojas que acarician tardes
en las mejillas rotas
de cierta luz agonizante y vieja;
esa niña canción
que con la noche empieza a despertarse
desprendida del último consuelo
que le quedaba al día.
Tú me recuerdas el color del alba
al término del tránsito amoroso,
color de rosa fresca,
de beso repetido,
de sueño desprendido de los ojos
con una mano apenas,
con un silencio de saber que existes
a cambio de ignorar
si lo que estoy pensando me comprueba.
Se desplaza de pronto la memoria
con la promesa de la jaula abierta.
Te miras en mis ojos
con insistencia desacostumbrada,
te acercas, me derrumbas
la espera, te aproximas
con la seguridad abarcadora
que no tolero más en la mirada,
cierro los ojos para no mirarte,
invades luego mi negrura intacta
y me acepto al asedio ineludible.
Tú me haces olvidar las otras horas,
las otras vidas y las otras suertes,
no cabe nada más, todo lo expulsas,
a nada sabe el tiempo que no abarcas,
a nada los lugares
en donde no estuviste;
el minutero deja olores tuyos,
los párpados no sirven de refugio
que valga, que cerrados te me quedas
por dentro como imagen,
por fuera como roce;
y abiertos, desterrado el mundo, creces;
de tanta cercanía te duplicas.
Yo crezco en medio de las dos que eres.
Tendida en esa inmensidad de olvido,
tu voz comienza su canción perdida.
No sé cuál es la luz y cuál la sombra,
recuerdo qué es la tierra y qué es el agua,
mis pies tocan el piso,
siento en la piel los roces de mi atuendo,
distingo un ave que gorjea a lo lejos,
el Sol calienta el rostro, el aire sopla,
me llega una caricia y te adivino.
Abro los ojos y te veo. Te veo.
Acabo de nacer. Y tú conmigo.
Sedienta
alegre de perderme en tal dulçura.
Mas en dorada pluuia conuertido
(Fernando de Herrera)
Ya sabe que su dios se asoma a verla
cuando una luz la alumbra desde arriba.
De noche en su prisión, la amada argiva
alarga el cuerpo, intenta retenerla.
Se mira en el espejo mientras liba
del cáliz que ha logrado adormecerla
y brotan de sus ojos llamas vivas
y de su frente la ansiedad en perlas.
El dios, entonces, viola el cautiverio,
convierte su existencia en lluvia de oro,
que ella acoge al levantar su falda.
Y expuesta a la humedad en su misterio,
termina transformado su tesoro
en lluvia de marfil sobre su espalda.
Obra terminada
Te hice a imagen de la flama
en la que hierven mis lágrimas.
Te puse la belleza de un jardín subterráneo,
elegancia de corte de diamante en vidrio,
inteligencia de sendero abierto
en fronda oculta,
paciencia de lobo hambriento,
sonrisa de corriente de remanso,
mirada de gorrión a punto de dormir,
palabra de pluma en palomar vacío,
un amor rubricado con mi nombre
cuando exhumes la memoria
de lo que no ha sido.
Te di un imán en los ojos
al acero de los míos
para que vieras en mí
lo que para los otros es misterio,
una boca de herida abierta
con viejas cicatrices de costura
iguales a las mías.
Tus manos —gatos que en la hierba pisan—
dibujan trazos de humo
al sujetar la copa.
En tus brazos establecí una cárcel.
Tu corazón de viento abre ventanas,
las cortinas se mueven,
así se ve la música en tu cuerpo,
poesía de gruta antigua.
Tus pies herméticos se calzan de alas
y dejan confinado en este mundo
de imágenes y tactos
el éter de tu danza.
Antes de ti respiraba
la noche caliente a sorbos,
la vaciedad de mis dedos
se dispersaba para darle cuerpo.
Era el simulacro
de la obra terminada.
Lengua quemada
Te miro en la memoria
y salta felina la caricia.
Revuelvo tu café y tu paciencia
(Lourdes Espínola)
En el amanecer quedó partida
tu lengua de espiral y de epicentro,
de pronto se cerró conmigo dentro
tu boca de camino sin salida.
La desesperación quedó adherida
al Sol de mi latir de norte a centro
y, a huesos de cartón que ya no encuentro,
un chorro de tu sangre diluida.
El trago de café se precipita
y al borde de la lengua me comienza
a arder sin discreción tu boca brava.
Al irme, la congoja se me quita
y al fondo de la taza se condensa
el resto del amor que me quedaba.
Contra el reloj
ese cuerpo que danza parece ignorar lo que le rodea. Parece que no tenga otra preocupación que sí mismo y otro objeto, un objeto capital, del que se separa o se libera, al que vuelve, pero solamente para recuperar con qué huirle de nuevo…
(Paul Valéry)
Viajamos muchos viajes pequeñitos
de un segundo al siguiente.
Brincamos piedra a piedra
para no mojarnos los zapatos.
Por eso la línea
de nuestra trayectoria no quedó,
no dejamos camino.
Al volver la vista atrás,
ninguna senda se ve
(hoy lo intenté y lloré
lágrimas de sal).
Las huellas empezaron
a quedar sobre la tierra
al toque de la planta humedecida
de los pies.
No sé si volveremos.
Tres veces cantó el gallo
antes de que negaras
la codicia del vértigo observándonos.
La vida nada vale hasta que lo decides.
Los ojos no nos sirven.
¿Volveremos? Quién sabe.
Para volver es preciso
haber llegado y haberse ido
y no hay huella que indique
nuestra llegada, nuestra partida.
A la mitad de mi camino,
inmóvil como un árbol,
me quedé en un costado
cuando me descubriste.
El mundo se detuvo y lo abolimos.
Te quedaste pendiente de mis ramas,
abriste un cerco sobre mi corteza
y te metiste,
limaste mi latencia hueso adentro,
te alimenté de mí, me alimentaste,
te sentí creciente, inminente.
Prematuro, te parí.
Nacida de la noche de mis huesos,
quiso el mundo nacer gemelo tuyo,
dos veces dado a luz igual que tú.
Pero el mundo nació sin movimiento.
Para mover el mundo,
tu llanto fue, tu hambre,
tu sed, tu angustia, tu necesidad.
Cansado de alumbrarte,
moví los pies pesadamente,
inauguramos el tiempo
pero su tiranía nos rebasaba,
nos quiso someter,
caminamos en círculo. Bailamos.
Lo único que queda es este cuerpo
en contubernio con otro
para lanzarnos al suicidio material
que implica rebelarse contra el tiempo.
Nuestro desafío
era un esfuerzo heroico
y absurdo por confrontar
una ley excesiva.
Perpetramos el movimiento,
que es una pieza nuestra,
y de pronto nos fusionamos con el tirano
cuyo mandato buscamos desacatar.
Somos tiempo.
Bailar contra el reloj
es confrontarnos a nosotros mismos.