Por Julio César Aguirre Casimiro[1]
Estáis muertos. Pero,
¿En verdad estáis muertos,
promiscuos homosexuales?
MUERTOS SIEMPRE DE VIDA:
Dice Vallejo,
EL CÉSAR.
Bohórquez, A.
Eran las 17:35 horas cuando Don Miguel recostó su cabeza sobre la mesa. Tenía ganas de vomitar y sentía un hormigueo en los ojos. «¿Por qué no puedo hacerlo? ¿Por qué?», se preguntaba. Cerró los ojos y se mordió los labios hasta que sus encías rosadas se tiñeron de rojo, pero no percibió el sabor metálico de la sangre, debido a que el alcohol le había adormecido la lengua.
Don Miguel se vio a sí mismo escondido debajo de una mesa, pero con ocho años de edad. A lo lejos, una voz gritaba: «Miguelito, hijo, ¿dónde estás?, ven acá». Era Magdalena, su madre. Miguel estaba acongojado, así que no respondió.
Días atrás, Miguel y Roberto jugaban a lanzar patitos en el río San Blas de las Cruces, ubicado en el municipio de Aguanile.
― Dicen mis papás que nos iremos a la ciudad, porque allá podré ir a la escuela ―dijo Roberto, después inclinó su cuerpo hacia la derecha, echó su mano hacia atrás y, con mucha fuerza, lanzó una piedra; dio cinco brinquitos sobre la superficie del lago y luego se hundió.
― ¿Entonces te vas? ―preguntó Miguel con voz quebradiza, tratando de desenredar a salivazos el nudo que se le formó en la garganta, después intentó hacer lo mismo que Roberto, pero su piedra se hundió en cuanto tocó el agua.
― Prometo que vendré a visitarte.
Esa fue la última vez que jugaron.
«Miguel, hijito, ven acá, no seas grosero, Robertito te está esperando en la puerta, se quiere despedir de ti», insistía Magdalena. Miguel seguía en silencio, tallándose los ojos y suspirando trémulo mientras pensaba: «¿Qué dirá mi mamá si me ve así?, ¿qué dirá Roberto?, y peor aún, Leer más