Argentina y la vindicación de la vulgaridad

Por Alonso Mancilla

Ya se ha escrito mucho sobre el evento más importante de cada 4 años, sí, e igual que esperamos un cambio de aires en cada contienda electoral, la copa del mundo celebrada en Qatar no podía ser ajena a las tensiones que rodean cada campaña escoltada por el marketing, condicionamientos económicos, negocios y un gran acaparamiento de poder político, a costa de muchas vidas perdidas por hacer realidad esta obra monumental, la gran justa mundialista del balompié.

De esa manera, este manuscrito es uno más de estos intentos intelectualoides de analizar las diferentes relaciones de poder que se suscitan en torno al pateo de la pelota. Por consiguiente, quiero hacer énfasis en que no hablaré de lo ya dicho y escrito en todos los países y en todos los idiomas ―como si hubiese leído todo―, o sea, el mérito deportivo de Argentina por ganar la final del mundial; que si la copa fue un regalo de justicia para el pueblo Messico; o de los intereses que recorren, ya sean ilegales o no, al campeonato en turno.

Así pues, este texto hablará ―y en pocas líneas― de la insoportable levedad de la vulgaridad expuesta por los jugadores de Argentina, pero no nos confundamos, hablo de insoportable para el “honorable” y “virtuoso” occidentalismo, que a lo largo de la historia ha impuesto las normas de lo que es válido o lo que es grotesco: una mirada occidental de lo vulgar.

Asimismo, la historia nos ha susurrado al oído constante e interminablemente que los ganadores, ya sea con la Conquista de América, en las Guerras Mundiales o en cualquier justa deportiva, son los que no solo escriben la historia, sino que imponen toda la narrativa contada por ellos como la verdad y nos han convencido, claro, a punta de muerte y destrucción, de que son el camino del progreso, que son la virtud. Por ello es que no podemos ―ni debemos― obviar que la realidad en la que estamos inmersos se ha hecho pasar por neutral, universal y objetiva; que existe el capitalismo, el cual divide a la humanidad en dominados y dominadores; por lo que la realidad habrá de ser comprendida como un discurso hegemónico de un modelo civilizatorio, es decir, como una “extraordinaria síntesis de los supuestos y valores básicos de la sociedad liberal moderna en torno al ser humano, la riqueza, la naturaleza, la historia, el progreso, el conocimiento y la buena vida” (Lander, 2000: 11) ―yo sumaría del buen y del mal ganador/perdedor― que se ha internalizado en el pensamiento social y lo ha pasado como natural, sin cuestionarlo, el cual ha constituido el sentido común de la sociedad moderna.

Entonces, este tejido entre la división del mundo ―oprimidos/as y opresores― y su forma de construir el conocimiento con la articulación de saberes desde el poder es lo que tienen como base las relaciones sociales entre todas las personas, instituciones y demás; es lo que da como resultado la objetividad de un mundo subjetivo, lo que Lander llama eficacia naturalizadora.

Por consiguiente, esa potencia naturalizadora tiene como base dos dimensiones que se imbrican: la primera es la separación o partición del mundo de lo “real”, que históricamente se da en la sociedad occidental y sus formas de construir conocimientos; y la segunda, la forma como se articulan los saberes con la organización del poder ―relaciones coloniales/imperiales de poder― (Lander, 2000: 14). De ese modo, es totalmente coherente que el occidentalismo, como centro de todo, no soporte que un pequeño jugador mande a volar al “bobo” y le llamen “mal ganador”, o que otro utilice sus mismos símbolos para mandarlos “pa´ llá”, pues, justamente, quien trajo la sociedad con su esplendor falocéntrico fue Europa al someter, por vía del falo, a todos los pueblos latinoamericanos, lo que el “Dibu” Martínez les devolvió de manera simbólica.

No estoy diciendo que estén mal o bien las acciones de los futbolistas argentinos, eso no estamos analizando, lo que intento reflexionar es que ¿no se supone que los ganadores ―en cualquier área y época― imponen las reglas, los discursos? o es acaso que solo es vulgaridad cuando no es occidente quien comete los actos de violación simbólica. Occidente, en pro del “progreso”, ha hecho atrocidades (in)dignas de lo más bajo de la raza humana, ha impuesto su narrativa y estableció que había que “salvar” a los pueblos trayéndoles la civilización para sacarlos de la barbarie ―a través de la barbarie, por supuesto―.

Occidente creyó que ya tenía “civilizados” a los pueblos americanos y en cuanto le faltan al “respeto”, pegan un grito al aire; tanto es así que Noël Le Graet, presidente de la Federación Francesa de Fútbol (FFF), se dispuso a escribirle una carta, como muestra de su gran “virtud” y “honorabilidad”, a Claudio Tapia, presidente de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA), por las burlas anormales de los jugadores albicelestes durante las celebraciones por la victoria en el Mundial de Qatar 2022. En dicha carta, Le Graet afirmaba que la celebraciones eran ya excesivas en el marco de una competición deportiva; mientras que Bruno Le Maire, ministro de Economía de Francia, en una entrevista pedía a la FIFA que investigara los insultos indignos; por su parte, el entrenador del club donde milita Emiliano Martínez ―portero campeón con la albiceleste―, Unai Emery, declaró que hablaría con el arquero respecto a las celebraciones e, incluso, algunas “fuentes” planteaban que el entrenador español no soportaba las actitudes del guardameta y que ya no quisiera contar con sus servicios; además, ante todas estas “indignas”, “vulgares” y nada “honorables” actitudes de los jugadores del combinado argentino, se sumaron más de 200 mil personas francesas en una petición en la plataforma Change.org para que se repitiera la final de la Copa del Mundo porque consideraban que el arbitraje había pitado a favor de la Argentina.

Asimismo, no quisiera, como ya lo anuncié líneas arriba, meterme a los análisis ya hechos por los medios de comunicación, sin embargo, me parece interesante que muchos de esos medios deportivos, no solo los de occidente sino de América Latina, han sentenciado los festejos albicelestes como lamentables. Esto quiere decir que tanto en los medios de comunicación latinoamericanos como en las charlas cotidianas entre amigos se han sumado ya sea los valores introyectados de la “buena sociedad” ―la burguesa, por supuesto― o la idea de que occidente es la autoridad que decide qué sí y qué no se puede hacer. Así funciona la eficacia naturalizadora, un tipo de “máquina de identidad” que produce y reproduce cierta ontología del sí mismo, como planteara Mendieta al retomar Orientalismo de Said, y que, además, es

un dispositivo epistemo-onto-lógico que produce un «sí mismo» (self) y un «otro» en oposiciones conflictivas, jerárquicas y aborrecibles de tal manera que el sí mismo (self), el yo, o «nosotros» del Occidente, vive en forma parasitaria y depredadora de la derogación, abyección y subalternización de su otro. Al mismo tiempo que su otro es producido, debe producir para sí una mismidad ficticia, imposible, alienante (Mendieta, 2006: 72).

Esto quiere decir que cuando hablamos de que los medios de comunicación ―hegemónicos― en América Latina comparten, por vía del dispositivo epistemo-onto-lógico, los valores de occidente, estamos diciendo que se produce un imaginario sobre y en torno a occidente, por lo que éste condiciona la forma en la que vivimos nuestra moral y nuestra subjetividad política: nos latinoamericaniza occidente, nos hace que vivamos sus valores pero de manera jerárquica, siendo ellos el amo y señor, mientras que Latinoamérica su fiel servidor: la invención de América.

Así pues, esa invención de América por parte de occidente es lo que nos hace desear comportarnos como el gran Barón ―y no hablo de Simón, sino de valores de la nobleza―, los cuales, al pasar de los años se aburguesaron y occidente decidió que, por medio de ellos y del dispositivo epistemo-onto-lógico, habría que desaparecer todo intento de rebelión, de revolución. Y no podría ser de otra manera que incrustando estos valores eurocéntricos en las subjetividades de las personas latinoamericanas, haciéndolos cultura y vida cotidiana, por lo que, tanto a los/las infantes, como las mujeres o cualquier ente transformador que rompa con esos valores y se les designe como “vulgares” rebeldes, se les sentenciará a la “horca”.

De ese modo, a la Argentina irrespetuosa ―para los valores occidentales― se le mira con desprecio y la definen como un mal ganador por no reproducir la “moral”, el “honor” y la “virtud” del “buen ciudadano”, se le vuelve a deshumanizar como hizo occidente con los y las indígenas de los pueblos originarios de América para reprimirlos y aborrecerlos, para justificar el castigo hacia ellos. Lo que es real es que América Latina ha sido por un largo tiempo el buen perdedor, que sin quejarse ―o haber sido acallado sin más― ha aceptado las condiciones que le ha impuesto occidente ―el ganador manda―, y ahora podemos observar cómo un equipo de fútbol rechaza esos valores de la “magna cultura”, esa cultura aburguesada que ha hecho de la muerte y la destrucción, de la injusticia, un apaciguamiento del conflicto de clase y raza, hoy se realza y se pone en cuestión: esa es la enseñanza del fútbol.

Para ir concluyendo, individualmente puedo no estar de acuerdo con la burla hacia el rival, sin embargo, no quisiera caer en la ficción del mundo neutral y objetivo, por lo que reflexiono y me permito plantear que para pensar la transformación social debemos de desjerarquizar nuestras relaciones sociales-culturales y para ello, por lo menos de inicio, debemos faltarle el respeto a esa idea occidental de estar en el mundo. Asimismo, no podemos ser ingenuos, hay que cambiar muchas cosas de nuestras sociedades latinoamericanas y una de ellas, sin dudad, es la de pensar en el falo como un símbolo de dominación y masculinidad, pues a partir de esa forma de mirar es que hay tanto feminicidio; o la de pensar al barrio como la mayor forma de solidaridad social, tenemos que dejar de romantizar el concepto de barrio y repensarlo críticamente.

De ese modo, la vindicación de la vulgaridad, que por supuesto se nos introyecta hasta la médula desde que nacemos en comunidades despojadas de todo ―de nuestra clase social―, es lo que nos hace defendernos, nos hace reaccionar, es lo que da razón a nuestra consciencia y hace que nuestra violencia aparezca, desarrollando así el rompimiento con lo occidental, es decir, lo que nos tenía sometido ―los valores, la cultura y ese dispositivo epistemo-onto-lógico― aparece como roto y eso le da miedo a occidente.

 

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