Lucía Ramsay | Poemas

 

Lucía Ramsay (Argentina, 43 años y Profesora en Letras). Exploro, leo y escribo poesía con afán de búsqueda de vaya a saber qué cosa. No creo en los claros linajes, pero me convoca la poesía de Pizarnik, Idea Vilariño, Alfonsina Storni y, últimamente, Sharon Olds. Solo he compartido mis escritos en redes sociales y adopté mi seudónimo como tributo a Virginia Woolf.

 

I

He escrito palabras-piedra,

palabras-zapato, palabras-tiempo

palabras-sueño.

He escrito palabras para regar el jardín,

para morder la arena, para conjurar el vértigo

He escrito palabras-mano,

palabras-lienzo, palabras-pecho.

He intentado forjar palabras

que querían ser palabras

del mundo y del viento.

Y sin embargo,

no doy con el tono exacto

para gritar desde los rincones

este parirme célula a célula

en cada atajo trampeado a la penumbra.

 

 

II

Ya te expliqué:

no soy la mujer blanda de tus sueños.

Mis manos han sido cocidas en el horno de los silencios;

la arcilla de mis pies, tambaleantes todavía,

se deshace líquida en un deambular eterno.

A veces mis palabras son agrias al verso,

al hilo que teje, al sol de los inviernos.

Mi corazón es agreste como el retortuño,

y un niño dócil a las voces del desierto.

Ríos espesos vierten mis venas,

de la tierra mamó duras piedras mi boca.

No me busques en el agua clara.

No me encontrás en el frescor

de los helechos.

Tu patio es grato y calmo,

tu canto líquido sosiega al viento.

Soles extraños habitan mi horizonte y el tuyo.

No te olvides: la roca siempre

desbarranca ciega de la montaña

y no sabe de mediodías

ni rosados atardeceres.

Pero sí, es verdad, lo sé,

nada puede evitar que al final

con el paso del tiempo se desgrane.

 

 

III

Y entonces fue al parir,

en el encuentro con el llanto

que no era el mío,

que dejé de alimentar a los cuervos;

que el retumbar de las sombras

fue acallado por el gemido suplicante

de leche tibia.

Pero un día sin anunciarse

volvieron a convocarme

las voces del desierto.

Y salí a recorrer descalza

la tierra pedregosa

con las espinas de los cardos

lacerándome los pies.

Cargué mi orfandad y mis criaturas a cuestas

y volví a llorar mares de arena.

Pronuncié las plegarias que nadie oyó

y con el pecho hundido

partí tras horizonte incierto.

En el frío de la noche

mi piel se convirtió en

abrigo de otra piel

en la ausencia de estrellas.

Mis manos acogieron la vida

en otras manos

y en el calor con calor

del cuerpo a cuerpo

fuimos echando camino

rompiendo la tiniebla

a manotazo limpio.

Recogí uno por uno los frutos para el alimento,

inventé las mil recetas del olvido.

Y en la mesa de la casa pobre

serví la sopa caliente y la fruta fresca.

Al anochecer arropé a los niños,

los arrullé con cantos serenos

y en el desvelo del paso de las cosas

me abracé a la espera frágil

de un nuevo aclarecer.

 

 

IV

Como la niña, que obediente

avanza a paso firme para recibir

la unción bautismal,

esperé inquieta a que

pronunciaras mi nombre

en el instante epifánico

de erupción de los cuerpos.

Y muda quedé después,

y en mis oídos retumbando,

el eco lapidario del silencio.

 

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