Paloma

Por Mariela Tapia Rabelo[1]                                                                       

«Necesitamos liberar espacio», me dice mientras apila un par de cajas. «¿Te parece bien pintarlo de blanco?» agrega. «Estas son más pesadas, ¿puedes moverlas aquí?»

Abro la primera caja y encuentro mi antigua máquina de escribir. No recordaba que las teclas A, F y X estuvieran dañadas. En la siguiente caja, encuentro cuadernillos y notas sueltas, incluyendo una muy especial. No reconozco mi propia letra. El viento seco entra, azotando las persianas que cuelgan a mitad del enorme ventanal. La nota se desliza de mis dedos y se va con él.

Mi vientre inmenso tapa mis pies, mis piernas. Estoy temblando. Si le digo que no quiero este hijo, me mirará con compasión: «toda madre quiere a sus hijos» me dirá sonriendo. Pero yo no lo quiero. Él calcula dónde irá la cuna y la cómoda, acaricia mi vientre, besa mi frente y continúa con su tarea. En sus ojos hay un destello cálido. Pronto va a anochecer, así que salgo.

Las primeras hojas están cayendo: amarillas, rojizas, ocre. Me reconforta el sonido al pisarlas. El viento revuelve mi cabello y trato de cubrirme, pero ya nada cierra. Busco el encendedor en el bolsillo de mi chaqueta y está frío. Unas niñas juegan a espantar palomas en la acera de enfrente. Recuerdo a mi abuela, con su mandil floreado y el olor a ajo. Un par de veces la vi matar palomas mientras ella cantaba observando el atardecer desde la azotea. Cucu, cucucú, currucucú: sus pasos eran lentos, pero su mano no. Cogía a las palomas del torso mientras sus dedos apretaban el pescuezo hasta que se oía un crujido, como si pisara un palito en medio del pasto. Le pedí a mi madre que no me dejara con ella. Una tarde, encontré una paloma pequeña, blanca con el torso rosado y ojos negros que brillaban como pepitas de turmalina, herida y acurrucada a un lado. Antes de que mi abuela la viera, la tomé y la puse dentro de mi chaqueta. Caminé sigilosa, con mi corazón retumbando como tambores. Mientras bajaba la escalera, metí mi mano en el bolsillo para asegurarme de que aún estuviera viva. Estaba tibia y su pico se movió como una cosquilla en mis dedos. Mi abuela nunca quiso a mi madre, me lo repetía una y otra vez. Antes de llegar al primer piso, tomé su cuello entre mis dedos y oí un crujido. Con la otra mano me sequé las lágrimas que aún no habían caído. Al día siguiente, una paloma más grande volaba alrededor. Dicen que las aves botan a sus crías del nido al tercer mes, entendí que esta lo había hecho antes. En casa de la abuela no supe volver.

Fumé solo un cigarrillo, el primero en meses. Cada vez me incomoda más la mirada de las personas. Sin decir palabras, dicen mucho: «jamás será una buena madre», «debe estar loca», «seguro no lo quiere». Sus ojos materializan cada frase. Ya es suficiente no poder dormir, no aguantar la orina y levantar los pies hinchados. No me he comprado ropa de maternidad. Un par de camisetas de él se ajustan bien a mi nueva condición. Los pantalones ya no tienen botones. Los primeros meses solo toleraba jugo de toronja y galletas de agua. He tenido antojos un par de veces: fresas con miel y piña horneada. A escondidas, aún como alpiste. Si él se entera, dirá que debe ser un antojo por el embarazo. Evito que justifique mis acciones por mi estado actual. Si busco el verbo «embarazar» en el diccionario, lo que encuentro es: impedir, estorbar o retardar algo. Su positivismo coronado de una sonrisa bobalicona me indica que él entiende esa acepción.

He intentado escribir estos meses, mis pensamientos son bruma en el papel. Soy fragmentos de vida mientras el habitante en mi interior se alimenta de ellos. Al principio, sus movimientos eran ondulantes, casi imperceptibles. Ahora se empeña en que los sienta y somete a mi cuerpo hasta que se rompa para dar paso a su libertad. Nosotros, yo, quedaremos atados a él. No serán tres meses, quizás toda la vida. Miro la máquina de escribir vieja y desdentada. Pongo una hoja de papel. La tinta que lleva dentro aún funciona después de tanto. Cierro la puerta, pongo un cojín tras mi espalda, abro las piernas para dar paso a mi vientre grávido y tecleo, tecleo sin parar. Él se asoma a cada hora, me ofrece agua, pan, fruta. No acepto. Solo me levanto para ir al baño o cuando el nadador en mi vientre, sobresaltado por la oxitocina que produzco, empieza sus acrobacias.

Llevo dos semanas encerrándome todas las tardes. Puedo notar su desesperación por acabar de decorar la habitación. Los amigos y familiares nos visitan. Él es quien los atiende. Cuando se marchan, me lleva los regalos que nos han traído: ropa blanca, amarilla o verde. No he preguntado por el sexo del bebé. Es mejor no saberlo. Le habla a mi vientre y dice cosas como «deja a mami trabajar tranquila, pronto te conoceremos». Somos un mismo ser para él. Le pido que cierre la puerta, mientras sigo tecleando.

El calendario que cuelga en la cocina muestra la fecha probable de parto y una «X» roja por cada día que pasa. Marco el día de hoy y siento una punzada en el vientre. Mientras camino de regreso al estudio —o lo que solía serlo—, la punzada se traslada a la espalda baja. Me coloco una almohada para aliviar el dolor, pero apenas unos segundos. Intento teclear la primera letra, pero las punzadas como pequeñas agujas de acupuntura se reproducen con más fuerza, una descarga eléctrica sube desde la punta de mis pies y explota en mis caderas. Mi habitante está luchando por abrirse paso, y puedo sentir cómo mi pelvis se va rompiendo poco a poco. Tengo ganas de orinar, pero ya es tarde. La maleta aún no está lista.

Mis pechos están llenos y doloridos. Me he negado a alimentarla, y solo la observo mientras duerme en la cuna transparente que han colocado junto a mi cama. Tiene el pelo negro y los cachetes rosados, tan parecida a él, un ser regordete a pesar de mi mala alimentación. Alguien golpea la puerta, y una terna compuesta por un obstetra, un pediatra y una enfermera entran a controlarme. Luego, cada hora vuelven para medirle la temperatura, escuchar sus latidos y revisar su pañal. A mí me hacen preguntas y me ordenan tomar mucho líquido. La enfermera que se queda me aconseja alimentarla, la carga y solo cuando la pone en mi regazo se calma. Me dice que tendrá unos excelentes pulmones. Él ha regresado a casa para tomar un baño y quizás echar una siesta. Lleva dos días sin dormir. Ella tiene los ojos abiertos y brillantes. Soy una mancha borrosa que la observa. Abre la boca como buscando alimento, le pongo el pulgar y de inmediato intenta succionar. Vuelvo a intentarlo, me produce cosquillas. Tendrá un hermoso cuello delgado. Lo acaricio e intento apretarlo entre mis dedos. Apenas si logra romper en un llanto casi apagado y entonces de mi pecho brota a borbotones un líquido cálido con olor a vida. Después de unos minutos, al fin se queda dormida, exhausta.

Despierto adolorida y me esfuerzo por incorporarme. Con un suspiro, me despojo de la bata blanca, la cual se balancea peligrosamente a medida que avanzo hacia mi ropa. Una vez vestida, me detengo frente al espejo y veo su imagen aún dormida. Observo sus pequeñas muecas y fruncimientos de ceño mientras me lavo la cara, recordando que algún día ella entenderá todo lo que estoy haciendo. Finalmente, cierro mi maleta, dejando en la cama una nota: «Paloma».

Cierro la puerta. Ya nada pesa en mi interior.

 

 

 

[1] Nací en un frío invierno de 1983 en Lima, Perú. Mis primeros años los viví en el Rímac, rodeada por los majestuosos cerros de Flor de Amancaes. Soy graduada en Administración de Negocios Internacionales (UNMSM). Además, he asistido a varios talleres de creación literaria para desarrollar mi escritura. Actualmente soy parte del Taller Fuera de Borde, liderado por la talentosa escritora Katya Adaui.

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