Por Sergio E. Cerecedo
En el panorama general del cine Mexicano actual podemos ver una diversidad de historias y puntos de vista cada vez más variopinta, interesante y sobre todo, desde adentro. Los retratos de comunidades originarias y/o migrantes en nuestro país cada vez son más. En lo que respecta al cine enmarcado en comunidades judías tenemos de dos sopas: o son historias como “Morirse está en Hebreo” que dan cuenta de historias naturalistas hacia adentro de la comunidad, o se sirven de estereotipos relacionados con su apariencia física, su vestimenta particular y su pensamiento empresarial. Aquí nos encontramos un largometraje que es un poco de lo primero pero que desarrolla una historia accesible, con un personaje principal femenino perfectamente delineado y que se inscribe en la lucha actual de la comunidad joven (Millenial y centennial) por escribir sus propias letras aún con la dificultad del eterno deseo de complacencia hacia la institución familiar.
Esta ópera prima de Isaac Cherem, tras un par de largometrajes fungiendo como productor, ofrece una perspectiva directa y desde adentro sobre los dilemas de una mujer judía para ejercer su propia autonomía económica, libertad sexual y busca abrirse paso en la vida y, sobre todo, quitar ese estereotipo de que tener solidez monetaria exime a las personas de tener problemas, pues precisamente se concentra cuando dentro de la casa propia es donde no se lavan los trapos sucios de la vida personal y todo tiende a descomponerse y la institución arropadora que es la familia, a volverse una pesada cadena.
El film inicia con una ceremonia realizada por puras mujeres de diversas edades en una alberca en el interior de un salón bastante costoso. De manera textural y elegante la cámara capta esa zambullida en una alberca de azulejos exóticos que iniciará a una mujer previa a casarse en una vida de devoción a la familia y a los hijos acompañada por su familia y amigos, la encargada de vaciar una jarra de agua a la futura novia es Ariela, una joven diseñadora gráfica de una familia de la comunidad judía, que se dedica a pintar murales por encargo en algunas colonias de la ciudad y que muy seguido es asediada por la familia acerca de cuándo y con quién se va a casar, sobre si su trabajo es remunerado, sobre el peligro de andar pintando en la calle —cuando se nos muestra que ella trabaja en la Roma, Condesa y otras colonias relativamente seguras y muy pudientes— entre otras preocupaciones que acontecen dentro de su cerrado y exclusivo grupo familiar.
En medio del trabajo en un mural, Ariela conoce a Iván, un joven empleado con una familia de raíces muy culturales con el que compartirá simpatía y aventuras por la ciudad que antes no había tenido por el carácter endogámico de su círculo social, esto le aporta diversidad a su vida, sin embargo, decide mantenerlo oculto y en cuanto su familia lo descubre le acarrea rechazo y un conato de expulsión, llevándola a cuestionarse su pertenencia al grupo, al mundo en general y al a veces no tan incondicional cariño familiar.
El guion original escrito por el mismo Cherem y la actriz principal, Naian González Norvind, engloba de una manera inteligente, con sus cotas de profundidad y con buen ritmo, todos esos aspectos y nos muestra la lucha de Ariela por su vocación, identidad y por el tan pretendido equilibrio, donde logre encontrar un balance entre sus deseos personales y aspiraciones en la vida y la aprobación de una familia que parece haberla traído al mundo para llenar sus propios intereses, y ha llegado el momento donde ya no es una niña y su inquietud artística y humana le han llevado a un cuestionamiento personal sobre su existencia y de cómo llevar su vida, le pese a quien le pese.
Todo lo narrado tiene un excelente apartado técnico desde la puesta en cámara y la realización de las tomas bajo la dirección de Diana Garay. La iluminación es naturalista, destacando en la corrección de color las tonalidades doradas de los interiores lujosos que retrata, haciendo un uso elegante también de la luz diurna en los exteriores, así en diferentes planos y seguimientos a personajes podemos ver cambios de luz a sombras que no saltan para nada la continuidad del ojo y emulan la naturaleza cotidiana, aunado a una inusual cámara en mano que le aporta nervio a las escenas donde la joven confronta a su familia así como en las incómodas cenas en la casa de la abuela donde, de manera muy corta pero contundente quedan claros aspectos como la autoridad del hombre, el rechazo a la homosexualidad y los estereotipos que se pueden llegar a tener de lo que es una “persona decente.” La variedad de close ups y encuadres contribuyen a lo opresivo de esta cotidianeidad, sobre todo cuando el personaje principal es blanco del rechazo y de pláticas moralinas por salir con un hombre fuera de su comunidad.
Dentro de su elegancia en la puesta en escena, Leona se sirve de la historia de amor prohibido por las clases y condiciones sociales para hablarnos de la lucha identitaria que Ariela enfrenta por 3 circunstancias principales: el papel de la mujer en el judaísmo más aferrado (en éstas comunidades, la pertenencia al grupo es transmitida por la madre) y que queda más que patente en cómo el seguir soltera le hace diferente del resto del grupo. La sutileza y trabajo del color sumada a un montaje donde se brinca muchas palabras y hechos a cuadro, haciendo que lo que pasó en esa escena no mostrada nos sea contado a manera de chisme de pasillo, exaltando la intromisión de los familiares y miembros de la comunidad en la vida de Ariela y las decisiones que toman sin su consentimiento.
“Leona” aborda la exploración de las relaciones interpersonales que Ariela vive al conocer la vida fuera de su comunidad y también dentro de ella. La cinta se encarga de recalcar de manera contundente, pero no engorrosa como las telenovelas, que aunque hay muchas comunidades cerradas y prestas a la endogamia, lo que diferencia a esta comunidad es el añadido de su pudiencia económica. A diferencia de las comunidades indígenas y menonitas cuya sustentabilidad comunitaria es interna y no demasiado numerosa, el estrato de la comunidad judía aquí retratado es el que ha crecido con base en el comercio y es parte determinante de la economía mexicana e indirectamente de la esfera política y social.
Es por eso que la protagonista se enfrenta a dos realidades distintas en sus citas:l os goy (el pueblo en hebreo, los no judíos) donde se topa con gente que en su mayoría ha construido su propio camino dentro de lo que su educación y circunstancias le han permitido, y las personas de su comunidad, en su mayoría herederos de emporios cuyas actividades están encarnadas en el núcleo y negocio familiar, ligado a una estirpe eminentemente patriarcal que lo mismo da que quita (libertades y privilegios económicos y sociales).
Las actuaciones son en general de gran nivel, sutiles esbozadas, las miradas introspectivas de González Norvind, la contención que el personaje exige (en toda la película no le vemos gritar, cuando levanta la voz es siempre con un dejo autorrepresivo a pesar de su molestia), encuentran contrapeso en el carisma enérgico de Christian Vázquez, la amistad condicionada y en las sonrisas a momentos sinceras, a momentos hipócritas y convenencieras de su madre, una gran Carolina Politi. En general, todo el elenco está bien y contribuye a la intención inicial de hacer constar que más que buenos o malos, somos humanos y cada quien ve por sus intereses, realzando la condición pudiente y la necesidad que tiene la familia de Ariela de reforzar su estructura para conservar lo que han construido por años. Destaca también Margarita Sanz como la autoritaria abuela, e inclusive las breves apariciones de Ricardo Fastlicht, que aquí deja sus caras chistosas que le han hecho un habitual de televisa para encarnar a un patriarca rígido e intimidante.
Lo cierto es que dentro de tanto drama y hermetismo, la cinta se da la oportunidad, sobre todo en su primera mitad, de ser graciosa en su medida y olvidarse de la solemnidad de la historia, inclusive las pequeñas bromas de los personajes y las chispas de humor situacional en el guion, con la gente preguntándole a Ariela cosas como “¿Qué tan judía eres?”” o “¿Se pone chido el shabbat?”, logran más allá de la perspectiva de género un discurso sobre las dificultades de la emancipación económica, personal y vocacional de una joven mujer en nuestro país, de manera incluso más lograda que la mayoría de comedias románticas comunes en la industria cinematográfica actual, vaya, de una manera más aterrizada y menos condescendiente o simple que otras medianamente aclamadas como “Solteras”, logrando también —aunque la protagonista ya tiene 25 años—, unos toques interesantes de coming of age al retratar a alguien que decide salir de la burbuja y relacionarse con el mundo fuera del judaísmo a pesar de las consecuencias que pueda haber dentro de su círculo social.
El apartado sonoro realza los silencios , a veces íntimos y a veces incómodos de los interiores de las casas donde se realiza la cena familiar, que funciona como refuerzo de la autoridad de su familia en la vida de Ariela. El trabajo se nutre con una música amena y sutil de Jacobo Lieberman, un habitual del cine mexicano, aunque es más destacable el uso de los ambientes y de las canciones que aparecen de manera muy sutil cuando Ariela pinta y que se escuchan dentro de sus audífonos de manera casi fantasmal, contribuyendo a contarnos el mundo interno y la introversión relativa de Ariela, el hermetismo de su comunidad que ella también ha internalizado y le ha metido en situaciones difíciles.
Sin duda, vale la pena mirar un filme bien narrado, emotivo y entretenido sobre estas realidades un tanto obviadas y caricaturizadas, con un final que redondea las primeras tomas y reencuadra acciones similares en un contexto totalmente distinto, dándonos cuenta de un renacimiento y evolución donde la protagonista ya ha buscado ambos extremos y ahora tiene que buscar, irremediablemente la manera de inclinar la balanza a su favor.