Huellas indelebles de la Segunda Guerra Mundial y el holocausto. Una mirada sudamericana en un recorrido a pie y sin tarifa fija
Por José María Aused
Berlín. Primera parada. Inusual frío primaveral. La capital alemana es un museo a cielo abierto (¡¡frase jamás dicha!!). Los free tours[1], que parten en su mayoría de la plazoleta ubicada al frente del lujoso Hotel Adlon, la mejor opción. Puerta de Brandeburgo, West Side Gallery, Reischtag y el simpático Checkpoint Charlie conforman el itinerario básico casi obligado para los visitantes primerizos. Más allá de estos ineludibles, la ciudad contiene dos lugares que llaman poderosamente la atención por su inmensidad imponente, su fastuosidad y arquitectura simple pero maciza. Uno forma parte del recorrido habitual y se emplaza al otro lado del fragmento del muro que se mantiene en pie sobre el predio del museo de la Topografía del Terror (ex sede de la policía secreta de Hitler) y es el edificio del antiguo ministerio de la aviación nazi, hoy Ministerio Federal de Finanzas. Se dice fue construido de esa forma para que en caso de ser bombardeado queden en pie sus ruinas y así demostrar la fortaleza del tercer Reich. El otro, escapa a los circuitos turísticos y está ubicado al sur de la ciudad, cerca de Neukölln. Supo ser el edificio más grande del mundo por muchos años: el ex aeropuerto de Tempelhof, hoy sede de oficinas estatales y universidades privadas. Las águilas imperiales gigantes esculpidas en las paredes y su estructura en forma de semicírculo de más de un kilómetro de largo proponen una imagen imperial, casi faraónica (nota de color: allí se filmaron memorables escenas de la comedia hollywoodense Uno, Dos, Tres del gran Billy Wilder). Su otrora pista de despegue y aterrizaje actualmente es aprovechada por miles de berlineses que andan en patines o skate en medio del paisaje verde que ofrecen los árboles que fueron plantados de forma espontánea e irregular casi en las antípodas del súper planificado Tiergarten de la posguerra.
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Praga. Segunda estación. Ciudad de casco histórico pequeño, con el puente Carlos y el castillo de los reyes de Bohemia como principales atracciones. Otra vez el tour sin tarifa fija por la historia del siglo veinte de la principal urbe de la ex Checoslovaquia. La catacumba donde se escondieron los agresores de Reinhard Heydrich luego de atacarlo en mayo de 1942 funge como santuario pagano para los checos, que resistieron estoicamente a la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial. Otro acontecimiento que dejó huellas en la ciudad fue la famosa primavera política de 1968, que finalizó con la llegada de las tropas soviéticas enviadas desde Moscú y fue la fuente de inspiración para Milan Kundera y su conmovedora Insoportable Levedad del Ser. La inmolación del joven Jan Palach un año después en la plaza de Wenceslao se convirtió en otro sitio sagrado para el movimiento civil que cantó victoria dos décadas después tras la llamada revolución de terciopelo.
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Cracovia. Tercera parada. De la estación Glowny, retratada en la película de Spielberg, tan solo queda el recuerdo. Los trenes llegan y parten del subsuelo de un enorme shopping mall. El mío arribó cerca de la medianoche, en el medio de una insistente y tupida lluvia de primavera, lo que hizo inevitable tener que recurrir a los servicios de un taxi para transitar las pocas cuadras que me separaban del alojamiento. Ni euros ni dólares, la moneda oficial de Polonia es el famoso sloty (¡Maldita no integración plena del este europeo!).
A la mañana siguiente, el despertador del celular sonó a las cinco. Seguía lloviendo pero la agencia turística contratada desde Argentina para hacer la excursión (esta vez tarifa fija en dólares pagada con anticipación) quedaba a unas pocas cuadras. A los diez minutos ya estaba esperando junto a otros visitantes en la puerta del colectivo. No tenía paraguas, ni piloto, ni poncho de lluvia. Tampoco había desayunado. El viaje duró aproximadamente una hora y media. No pude apreciar el paisaje porque me dormí apenas arranco el micro. Solo pude observar el último tramo que atravesaba la ciudad de Oswiecim, donde se divisaban casas a una prudente distancia entre sí, todas rodeadas por el florecido verde de los pastizales y los árboles, en la avanzada primavera del hemisferio norte.
Una vez en el estacionamiento, miles de turistas de todo el mundo (sobre todo adolescentes en edad escolar) formaban una fila interminable para pasar por la única entrada, con un celoso control de escaneo de las personas y sus bolsos (con estrictas medidas ya informadas de antemano). Un edificio más o menos nuevo donde nos proveyeron de los audífonos para poder escuchar mejor a la guía polaca que nos acompañaba desde Cracovia y que hablaba un aceptable español con un connotado acento polaco. Hasta allí podría estar retratando la visita a cualquier parque temático o de diversiones en algún lugar del mundo. Ómnibus, guía, auricular, turistas, cámaras de foto, gente apurada que se quiere adelantar o personas que van al baño y no vuelven, etcétera.
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Salimos del edificio en el que nos estábamos agrupando. El aire se volvió más denso, la lluvia volvía a hacerse presente. Caminamos unos metros por un enorme patio y de repente teníamos frente a nuestros ojos el famoso portón de ingreso que vimos en fotos y documentales. Estábamos a escasos pasos del campo de exterminio más grande y más conocido durante la Segunda Guerra Mundial. La frase “El Trabajo os hará libres”, con el que el escritor nacionalista alemán Lorenz Diefenbach tituló una de sus novelas, forjada encima de las rejas, deja en evidencia la carga de cinismo y maldad del régimen nazi en el marco de su plan de exterminio, de su solución final. El italiano Primo Levi, sobreviviente y escritor, describió el momento en el que pasó debajo de esa misma puerta, soslayando lo indescifrable de ese mundo al que era sometido, ya que no se ajustaba a ningún modelo, el enemigo estaba alrededor, pero dentro también, los contendientes no eran dos, no se distinguía una frontera sino muchas y confusas, innumerables, una entre cada uno y el otro. Otra imagen que resulta familiar es la verja electrificada compuesta por aproximadamente veinte alambres de púa de forma horizontal que rodea todo el campo, con postes de cemento, con una pronunciada curva arriba y que fuera objeto de polémica en la película Kapò, del director Gillo Pontecorvo, en donde la protagonista se arroja sobre la misma para cortar la corriente y posibilitar una fuga masiva. Las calles, apenas con un mejorado de cemento, no impiden que un día de lluvia se transforme en un barrial.
Los recuerdos cinéfilos y literarios fueron interrumpidos de forma intempestiva por el sonido de los auriculares. La persona que nos acompañaría todo el recorrido comenzaba a soltar explicaciones acerca de cada rincón por el que íbamos caminando a través de la arteria principal del campo. El camino fijado para todos los visitantes está predeterminado y solo se puede hacer con un guía autorizado. Antes que las fuerzas del Führer lo ocuparan, Auschwitz fue un regimiento de artillería del ejército polaco organizado en barracones construidos simétricamente entre sí. Cada cual tenía una función especial y sobre el final de la Segunda Guerra llegaron a ser alrededor de treinta, sumando los que fueron agregados por la ocupación. En la actualidad, solo se puede acceder a los que están habilitados, que son solo un puñado. Más que un campo de concentración, Auschwitz fue un campo de exterminio, ya que muchas personas solo pasaban algunos días allí e iban directo a las cámaras de gas. Esto se fue intensificando a medida que la expansión alemana en territorio europeo iba avanzando y ese preciso lugar se iba convirtiendo en el último punto del recorrido al que eran sometidos miles de judíos, gitanos, discapacitados y homosexuales.
Al interior de uno de los barracones la circulación se hace más lenta, se congestiona el paso en la escalera. Al llegar a la planta alta tenemos frente a nuestros ojos unas dos toneladas de pelo cortado a las mujeres que llegaban al campo y que al momento del desembarco de las tropas rusas había sido ya enfardado para ser vendido. Incomoda tanto como las montañas de anteojos, las valijas con los nombres escritos con tiza y los pares de zapatos que eran obligados a descartar los prisioneros. Todas estas imágenes vivas nos sumergen estrepitosamente en el horror y es inevitable pensar lo que sucedía en ese mismo cuarto hace ya más de setenta años. Las personas allí dejaban de serlo. Tal como diría Hannah Arendt, se les negaba a los hombres la capacidad de desarrollarse, se les quitaba espontaneidad, acercándolos a los animales. Se los asesinaba moralmente. Estaban vivos pero pertenecían al mundo de los muertos. La última parte del recorrido, nos sumerge en otro escenario espeluznante. Los hornos y cámara de gas del campo se mantienen tal cual como estaba cuando llegó al lugar el ejército rojo. No le hizo falta a la guía sugerir no hablar al estar dentro. Las marcas de los rasguños en las paredes y los agujeros en el techo hablan por sí mismos.
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El tour aún no terminaba. La excursión incluía un traslado en colectivo recorriendo los tres kilómetros hasta Birkenau, también conocido como Auschwitz II. Este campo es el más grande, con una extensión de 175 hectáreas, su recorrido a pie lleva más tiempo. La entrada principal es un edificio con una enorme torre de control en el medio, por debajo de la cual penetraba la vía de tren que traía convoyes de todos los rincones de Europa. Construido en 1941, estaba subdividido internamente en varios campos separados por la misma alambrada que vimos en el primer campo. Los barracones parecían establos para alojar animales, con literas de madera en las cuales dormían hasta seis personas juntas. Las necesidades fisiológicas eran permitidas solo dos veces al día en un barracón asignado exclusivamente para esto. Tres largas líneas de hormigón de baja altura, con agujeros intercalados eran todo lo que disponían. Era el símbolo de la denigración moral. Llegando al fondo del campo, siguiendo el recorrido guiado se erige el monumento que los gobiernos aliados de 1945 ofrecen a las víctimas del Holocausto a 75 años de la liberación. Lo más llamativo del lugar se encuentra a unos metros de allí. Una mole de ladrillos y cemento derrumbado, como detonado. Efectivamente, son las ruinas de las cámaras de gas y hornos crematorios que funcionaron de forma ininterrumpida hasta el invierno de 1945, cuando los oficiales nazis decidieron abandonar el campo y destruir las evidencias de lo que todo el mundo ya estaba sospechando con pruebas fotográficas y testimonios de sobrevivientes. Las cámaras fueron la solución que habían encontrado los Kapos para evitar el impacto que tenía en los SS las órdenes de fusilamiento de prisioneros. La conformación de los Sonderkommandos (integrados por cautivos “privilegiados”) encargados de guiar a los recién llegados y destinarlos inmediatamente a la muerte aplicando el gas Ziklon B libró a los oficiales nazis de tan terrible responsabilidad. Sin embargo, esta transferencia tuvo su costo. El 7 de octubre de 1944, un grupo de prisioneros se rebeló, asesinando a tres oficiales nazis y haciendo explotar uno de los hornos. Los salvados pudieron por un momento romper esa valla imaginaria que los separaba de los hundidos, sacrificando su vida por modificar el statu quo cotidiano.
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Ya de vuelta en Cracovia, la lluvia volvía a arreciar. Finalmente pude comprar un paraguas y me acerque a la plaza del Mercado desde donde salían los free tours en todos los idiomas. Escuche a un guía hablando en castellano. Ni argentino ni español: paraguayo. Me invitó a sumarme. La propuesta: barrio judío y gueto. Caminata de media hora por la Avenida Starowiślna y llegada a Kazimierz. Las siete sinagogas y la popular plaza Nowy, donde se come la mejor zapiekanka (especie de sándwich de champiñones y queso), lo más visitado por los turistas. Retomamos la avenida y cruzamos el río Vístula. Entramos en zona de Podgorze. Conexión inevitable con la experiencia matinal. La plaza Bohaterów, donde se distribuían los prisioneros que iban a los campos de concentración, es hoy un monumento muy particular conformado por cien sillas de distinta forma y tamaño distribuidas de manera heterogénea sobre el empedrado. Unas cuadras hacia el sur sobresale la fachada de la fábrica de Oskar Schindler. No muy lejos de allí se encuentran intactos los conventillos y escaleras que sirvieron de escenario para la filmación de la famosa película estrenada en 1993. Llama la atención que en tiempos de gentrificación global la zona no haya sido invadida por desarrolladores inmobiliarios. Edificios centenarios abandonados, ventanas tapiadas con maderas y calles abandonadas completan la fotografía del gueto. En medio del paisaje lúgubre y triste se parece ver a la niña vestida de rojo que Liam Neeson observaba subido a su caballo desde el monte Krakus.
La vuelta al centro fue inevitablemente en trolebús y de esta forma terminaba un día intenso (una semana tal vez) de recorridos por lugares icónicos del terror sufrido por millones durante el siglo XX. Quizás el recuerdo vivo de una de las irracionalidades mejor planificadas por el hombre en su historia. Si Dios existe, tendrá que rogar mi perdón, rezaba una pared de Auschwitz al momento de la liberación.
Al día siguiente, por la noche, llegué caminando a Glowny. Esperé un rato largo y por distracción casi pierdo el tren con camarote incluido. Próxima parada, Viena.
- Ruta turística guiada por los principales puntos de una ciudad en la que, a diferencia de los tours tradicionales en los que se abona una tarifa fija al principio, los visitantes, dependiendo de sus posibilidades económicas y valoración del recorrido, entregan una propina al guía al finalizar la visita. ↑