Por Mariela Tapia Rabelo[1]
«Necesitamos liberar espacio», me dice mientras apila un par de cajas. «¿Te parece bien pintarlo de blanco?» agrega. «Estas son más pesadas, ¿puedes moverlas aquí?»
Abro la primera caja y encuentro mi antigua máquina de escribir. No recordaba que las teclas A, F y X estuvieran dañadas. En la siguiente caja, encuentro cuadernillos y notas sueltas, incluyendo una muy especial. No reconozco mi propia letra. El viento seco entra, azotando las persianas que cuelgan a mitad del enorme ventanal. La nota se desliza de mis dedos y se va con él.
Mi vientre inmenso tapa mis pies, mis piernas. Estoy temblando. Si le digo que no quiero este hijo, me mirará con compasión: «toda madre quiere a sus hijos» me dirá sonriendo. Pero yo no lo quiero. Él calcula dónde irá la cuna y la cómoda, acaricia mi vientre, besa mi frente y continúa con su tarea. En sus ojos hay un destello cálido. Pronto va a anochecer, así que salgo.
Las primeras hojas están cayendo: amarillas, rojizas, ocre. Me reconforta el sonido al pisarlas. El viento revuelve mi cabello y trato de cubrirme, pero ya nada cierra. Busco el encendedor en el bolsillo de mi chaqueta y está frío. Unas niñas juegan a espantar palomas en la acera de enfrente. Recuerdo a mi abuela, con su mandil floreado y el olor a ajo. Un par de veces la vi matar palomas mientras ella cantaba observando el atardecer desde la azotea. Cucu,Leer más