Pasiones de la mañana

Por Marisabel Macías Guerrero[1]

Me despertó el insistente ruido de la campana que agita con fuerza uno de los señores que recolecta nuestra basura. Sin abrir los ojos, supe que apenas pasaban de las siete. Repasando mentalmente la rutina de esos hombres, también supe que en unos minutos el camión se estacionaría a unas cuantas casas de nuestro edificio, y la música comenzaría a sonar. Eso sí, imposible predecir el ritmo, pues siempre varía. No me puedo quejar. Me gusta jugar a adivinar el ánimo matutino. Sé que las canciones que pongan a todo volumen condicionarán el inicio del día, mío y de muchas vecinas de esta colonia. Algunas mañanas traen salsa o cumbia, otras, baladas, bachata, rock de los 80s, boleros o rancheras, incluso reguetón. A veces me descubro cantando, luego recuerdo mis días de desamor y la mañana decae un poco, otras me descubro bailando de camino al baño e inicio el viaje cotidiano sonriendo; con ganas de sacudir el cuerpo.

El camión recolector dura estacionado veinte minutos en promedio, cinco minutos del tilín tilín agudo desde el comienzo, luego cuatro o cinco canciones. Confieso que he pasado largos minutos pensando en el gozo del hombre que recorre las calles sacudiendo animadamente la campana, irrumpiendo el sueño de muchas y muchos que podemos “darnos el lujo” de despertar tarde. A veces me imagino que entre ellos se turnan para crear ese ruido que no sólo anuncia su presencia y el de su servicio, sino que invade las rutinas de cada hogar en calles donde al menos hay cinco edificios con más de quince departamentos cada uno. O sea, se alternan el uso de una campana que durante minutos y con una resonancia tremenda, entra a la vida de setenta y cinco familias, parejas, habitaciones, estudios, comedores, salas, baños y regaderas.

Sí, definitivamente se turnan para gritarnos a campanazos que bajemos la basura, que saquemos Leer más

La lluvia del miércoles

Por Anyela Botina[1]

A la que fui

 

Sufro de vértigo y el bus me lleva volando en la puerta, el chofer mira a los pasajeros por el espejo y les dice: “me colaboran”, la gente se mira la una a la otra y aprieta el estómago. Un hombre me deja pasar al fondo del bus y siento más alivio. Los buses de las ocho son los hogares que albergan los olores jugosos que dan de comer a esta ciudad. La gente tiene los ojos en el suelo y parece que todos fuéramos helado derritiéndose a setenta kilómetros por hora. Encuentro un lugar confortable, pero un chico me toma de los hombros y me dice “perdona muñeca” y yo quisiera decirle “tranquilo muñeco”, pero estamos tan cerca que ya nos adivinamos los pensamientos. Los ojos del chico son como un chocolate con espuma que dan ganas de revolverlos con una cucharilla y crear caminitos de chocolate en ellos. Los ojos de Manuel no eran así, los de él eran como un túnel con una luz encerrada allá bien lejos donde a veces daban ganas de escaparse y sacar de vez en cuando la cabeza. Manuel me enseñó a qué olían los días con lluvia y que las lluvias de los domingos huelen a parque de jubilados. Es una lástima que ya no esté, que se haya ido tan lejos. A veces me imagino que vuelve y me enseña a qué huele la lluvia de los miércoles, porque jamás vimos llover un miércoles.

Un hombre lleva un bolso que suena como a platos y cucharas. El hombre tiene pedacitos de ladrillo en la cabeza y ahora que me acuerdo me pregunto ¿qué será de Lorenita? Su papá pegaba ladrillos en un veinteavo piso en un lugar lejano, así como Manuel, solo que Manuel no pega ladrillos. Un día Lorenita llegó a la escuela muy triste. Yo sabía que ella estaba triste, porque en ese entonces estar triste era cuando a uno le entraban ganas de sentarse en un andencito y ponerse a contar hormigas. Estaba deshecha la pobre porque su papá se cayó de muy alto y pasó a ser alma bendita. Yo le dije que su papá quería ser paloma para poder venir siempre volando a visitarla. Ese día vinoLeer más

Miedo

Por Diana Meza Luviano[1]

A los quince años comencé a maquillarme con algunas pinturas que tomaba del clóset de mi mamá, ella insistía en que si lo hacía tan joven me iba a arrugar muy pronto. Al poco tiempo, me llevó un catálogo de cosméticos que vendía la vecina para que escogiera lo que más me gustara, fue así como me hice de mis primeros maquillajes. Ahora pienso que de alguna manera, mi madre se resistía a verme crecer y a que la necesitara cada vez menos, aunque hasta ahora, nunca he dejado de hacerlo. En fin, me embadurné la cara como pude con una brocha vieja que encontré sabrá dios dónde, el color que elegí me hacía ver fantasmal (pero mientras más blanca, mejor); luego, tomé una cuchara pequeñita y con la técnica que me enseñó una prima mía muy querida, pasé un cerillo por su borde curvado hasta calentarla y así prolongar el rizado de  mis pestañas, una vez levantadas las peinaba y pintaba con el cepillito del rímel, aquella pintura oscura hacía ver mis ojos más grandes y expresivos; finalmente, remataba el ritual con un bálsamo color granada en los labios ¡y listo! Cuando miraba el espejo me sentía la más guapa, recuerdo bien esa cara de asombro y novedad al ver cómo mi rostro, había dejado atrás la redondez infantil para dar paso al de una mujer joven. Era feliz. Nunca reí tanto como en aquellos años.

De lunes a viernes salía desde temprano para llegar a la escuela, una escuela que emergió de entre las rocas volcánicas que el Xitle nos obsequió hace unos 1700 años, allá donde las zarigüeyas se pasean sobre los cableados con un equilibrio formidable. Al filo de las siete de la mañana, los alrededores de la escuela se poblaban de adolescentes cuyo único propósito era el de reunirse con sus amigos en vez de estudiar. Ahí estaba yo, desmañanada pero contenta sin importar la distancia recorrida, no me daba miedo salir a oscuras de casa sin más compañíaLeer más

Cosas de adultos

Por Adriana Letechipía[1]

La abuela murió. Todos los días, de camino a la escuela, mamá y yo pasábamos frente a su ventana para que yo pudiera decirle que la quería. La abuela se encontraba sentada en un sillón, bajo la luz roja de un foco; respondía haciendo sonar una campana. Escuchábamos el talan-talan y entonces me sentía lista para reanudar el camino. Ese día no respondió, la ventana estaba a oscuras. Nos tomó un par de segundos decidirnos a seguir. Mamá me lo dijo por la tarde, después de llegar a casa.

—Tengo una mala noticia. —Mamá no despegaba la vista del suelo—. Tu abuela murió.

Yo era muy pequeña, aún no comprendía a qué se refería con eso.

—Ya no podremos visitarla, ni cantar ni bailar con ella.

—¿Por qué murió?

—Hija, esas son cosas de adultos. —Mamá se alejó para preparar el funeral.

 

Esa noche oramos tomadas de las manos. Algunas portaban velas encendidas y entonaban canciones que parecían lamentos. Mamá lloraba cubierta por una tela negra. Al centro, en una caja de madera, se encontraba el cuerpo de la abuela.

Cuando terminamos, mamá preparó café y toda la casa olió a canela y naranja; le ayudé a repartir pan. Cada Leer más

El caminante

Por Angélica Rivas Hernández[1]

 

El clima abrazador del desierto era la realidad de Nicolasa, desde el día en que nació hasta el día que su padre la juntó con Ramón, las noches eran frías y despiadadas, en medio de la nada; el sonido de los animales por las noches y ese murmullo del vacío impregnaban su realidad. 

Nicolasa no había conocido más que brevemente la sensación de un lápiz sobre la mano, apenas había pisado la escuela rural por un par de meses cuando sus padres decidieron que lo mejor era que se quedara en casa a ayudar a su madre con los cuidados de sus hermanos. Primero fue Agustino quien exigió la atención de su hermana, después Fausto, Flor, Hermila y Cipriano. Los años de su infancia transcurrieron sin la sensación de ser una niña, porque la vida en medio de la nada exigía que ella fuera más responsable; apenas terminaba de jugar con sus muñecas improvisadas de trapitos viejos cuando sus hermanos necesitaban atención de Nicolasa, o su madre necesitaba que pusiera a calentar los frijoles porque su padre pronto regresaría de la labor. 

Cuando tenía dieciséis, su padre llegó una noche con su compadre Ramón, quien era quizá unos años más joven que él. Se habían conocido desde jóvenes en la labor, había quedado viudo ya hacía mucho tiempo y no había tomado tiempo para volver a juntarse con alguien, viajó mucho, porque el trabajo en esa tierra era irregular y aprovechando la soledad de su condición, decidió aventurarse a explorar México. Estaba de regreso en su tierra natal para arreglar sus papeles, de pasó se encontró con Manuel, padre de Nicolasa.

Cuando el compadre Ramón vio a Nicolasa ya más grande se le avispó la pupila, no dudó en pedir a NicolasaLeer más

El huevo del diablo

Por Mario Galván Reyes[1]

Juanelo regresó de dar un servicio en taxi por la madrugada. Al llegar a la puerta de su casa, se quedó dormido ante el volante del auto. En ese sueño producto del cansancio se le apareció El Diablo para querer llevárselo, con su aspecto demoníaco y sus artimañas, pero Juanelo le ganó arrojándole al suelo un puñado de garbanzos.

—En cambio, mi suegra, es como la leyenda del herrero: temida por el diablo —me advirtió con los ojos bien grandes y la voz profunda después de terminar su merienda.

Mi suegro decía que doña Mercedes Pedroza era una mujer mala, solo contenida por el carácter dulce de su esposo. Cuando papá Alfonso falleció, doña Meche volvió a su estado habitual.

—Una vez intentó demandar a sus propios hijos por abandono, pero no tuvo evidencias para comprobarlo —sentenció.

A sus ochenta y siete años doña Mercedes podía padecer demencia senil, pues solía enredarse en sus recuerdos e intentaba salirse de la casa con resultados muy dramáticos. El más grande de sus hijos, un merolico de productos naturistas, le dio una medicina y doña Meche comenzó a recordar con claridad. Los pleitos por enojos del pasado comenzaron a ser más comunes.

—Mejor quítensela —dijo el hijo mayor.

Los tres hijos hospedaban a su mamá durante breves Leer más

Correspondencia

 Por Olivia Carmona Hernánez[1]

«Sin cartas la vida se rompería en pedazos»
                                              Virginia Wolf
 

Querida viandante

 

Te escribo desde un lugar no muy lejano de este espléndido globo terráqueo. Sí, a ti. Estas líneas van dirigidas a ti, escritas cálidamente desde aquí dentro, con las fibras de mi ser. 

Pero vayamos por partes, me presento: yo soy yo, una y cientos a la vez. Mis ojos vieron la luz por primera vez en una tierra agradecida, colmada de riqueza espiritual y cultural. Justo ahí, donde tenía que nacer. Un día tomé mis raíces, con ellas volé sobre aguas inquietas, para finalmente posarlas en tierra nueva. Aquí creé mi refugio y habito en él rodeada de colores bonitos y plantas. Disfruto cocinar para los demás, colmo mi hogar de libros, admiro arte, aplaudo logros, lloro ausencias, abrazo con el corazón, le sonrío al pasado y sueño a ojos abiertos.

Soy sol y luna, tempestad y quietud. ¿Cómo, tú también eres esto? Lo sé, todas lo somos, es solo que nos han enseñado a camuflarlo, a fingir que no existe. Que no existen todas esas , que también soy yo, pero todas caben en nosotras, toditas.

Esta es una de las razones por las que te escribo, para desmenuzar y transmutar un poco de todo aquelloLeer más

Agua

Por Penélope Gamboa Barahona[1]

 

Aquel día, Virginia decidió que sería “ese día” y salió muy temprano por la mañana envuelta en un gran abrigo, sin mirar las dos cartas que dejó encima de la chimenea del vestíbulo.

Pasó toda la noche en vela, mordiendo la pluma y escogiendo las palabras adecuadas. Una carta para su esposo y otra para su hermana, las dos personas que más quería en su vida y las que mejor podían entender qué sucedía dentro de su cabeza.

Por un tiempo estuvo libre de las voces y fue un alivio escucharse, repasar los sonidos de sus cuerdas vocales, tener la certeza de que los ruidos a su alrededor eran reales. Durante esta época escribió mucho, toda una mañana o toda una tarde, olvidándose de comer e ignorando los ruegos de Leonard para que descansara. No podía permitirse ni un solo minuto de descanso, sus ideas eran claras como el cielo despejado, propensas a difuminarse entre miles de pensamientos.

Entonces regresaron.

Al principio llegaron en forma de murmullos inentendibles, susurros que escuchaba muy cerca de su oreja. DespuésLeer más

El fin del viaje

Por Amaury Cobos Cruz

Abrí el libro de Carlos Castaneda mientras me dirigía a la Ciudad de México para comer unos hongos alucinógenos en Ciudad Universitaria, mi lugar favorito “de todos los tiempos” ̶ como me gusta decir ̶ . Así es, el cliché del cliché, del cliché. Empecé a hojearlo buscando un separador inexistente, entonces, fui directamente al índice donde leí: El mundo de las sombras —título de uno de sus capítulos— . Ante aquella perspectiva, opté por cerrar el libro, me puse los audífonos para escuchar un disco de Black Keys, porque tengo la manía de, en lo posible, escuchar discos completos, pero a la tercera canción me di por vencido. Busqué algún disco de Ry Cooder, tampoco me satisfizo, entonces terminé escuchando a Lou Reed mientras calculaba cómo llegar hasta C.U. cuando me bajara de la furgoneta, transporte que utilizaba con regularidad por ser más barato que el autobús. A veces funciona mejor una lista de reproducción aleatoria.

Al descender en el Periférico se me ocurrió hubiera sido mejor hacerlo antes, a la altura del Caminero y utilizar el Metrobús hasta la estación CCU. La magia de la ciudad con sus mil opciones para llegar a cualquier destino. Todo lo contrario de Cuernavaca, donde si no tienes coche sería mejor caminar, tan pequeña es, el problema son sus escarpadas calles. El subconsciente o una inveterada costumbre me hizo abordar el camión que va al metro Universidad desde Iztapalapa, mi habitual ruta cuando asistía a la Universidad.

Después de pasar frente a la ENAH —recordé sus tremendas fiestas— , la pirámide de Cuicuilco, dar un rodeoLeer más

Paloma

Por Mariela Tapia Rabelo[1]                                                                       

«Necesitamos liberar espacio», me dice mientras apila un par de cajas. «¿Te parece bien pintarlo de blanco?» agrega. «Estas son más pesadas, ¿puedes moverlas aquí?»

Abro la primera caja y encuentro mi antigua máquina de escribir. No recordaba que las teclas A, F y X estuvieran dañadas. En la siguiente caja, encuentro cuadernillos y notas sueltas, incluyendo una muy especial. No reconozco mi propia letra. El viento seco entra, azotando las persianas que cuelgan a mitad del enorme ventanal. La nota se desliza de mis dedos y se va con él.

Mi vientre inmenso tapa mis pies, mis piernas. Estoy temblando. Si le digo que no quiero este hijo, me mirará con compasión: «toda madre quiere a sus hijos» me dirá sonriendo. Pero yo no lo quiero. Él calcula dónde irá la cuna y la cómoda, acaricia mi vientre, besa mi frente y continúa con su tarea. En sus ojos hay un destello cálido. Pronto va a anochecer, así que salgo.

Las primeras hojas están cayendo: amarillas, rojizas, ocre. Me reconforta el sonido al pisarlas. El viento revuelve mi cabello y trato de cubrirme, pero ya nada cierra. Busco el encendedor en el bolsillo de mi chaqueta y está frío. Unas niñas juegan a espantar palomas en la acera de enfrente. Recuerdo a mi abuela, con su mandil floreado y el olor a ajo. Un par de veces la vi matar palomas mientras ella cantaba observando el atardecer desde la azotea. Cucu,Leer más