Don Guacho el malo

Por José Ramiro Ortega Pérez

Me daban gracia sus locuras. Quizá comenzaron cuando sintió que la mala suerte lo perseguía y no pudo entender que eran sus propias patas las que se le enredaban solas sin necesidad de zancadillas divinas o de la intervención de los malos espíritus.

Hablaba como la gente de nuestra tierra, casi gritando y exagerando cualquier tipo de relato, tratando de convertir en epopeya hasta las compras del supermercado.

Primero comenzó su racha de mala suerte, varios negocios emprendidos con el entusiasmo de los tiempos y nomás puro fracaso; luego, se juntó con el negro balsero y lo convencieron de que su vecina lo deseaba como marido y para quedarse con él y con su casa le había hecho un trabajo de brujería. Con toda franqueza, nunca pude entender cómo se relacionaba una cosa con otra, pero tenía que portarme serio, o poner cara de circunLeer más

Botas negras

Por Lizette Sánchez 

El frío que entra por la grieta en el techo me despertó. El sonido de los perros ladrando y el gallo de mi papá muy puntual avisaban que el día comenzaba. ¡Clara! ¡Hay que ir por la leche!

Mamá Toña, mi abuelita, había llegado con los hongos recolectados, el té de monte y quelites salidos de la siembra del maíz. 

-¡Clara! ¡Niña! Salió el sol. Anda, ve por la leche para preparar el atole.

Salí de la cama de un salto, busqué mis botas negras, no me gustan, son pesadas y me quedan grandes. 

-Toma, niña, llena el bote. No olvides darle agua a la vaca. Leer más

Bienvenidos al campo de narcisos

Por Hugo Enrique Valdez González [1]

Este es tercer reporte desde el inicio de nuestro viaje. Evito llenar la memoria de la computadora con las tragedias cotidianas y los desperfectos que surgen. Estamos en una nave carguero, incapaz de soportar tantas vidas, los desperfectos y desesperación llenarían las bitácoras virtuales en poco tiempo.

No fue diseñada para esto. No hay personal para modificarla y aunque tuviéramos todo lo necesario, nos falta un muelle donde realizar el trabajo. Sabiendo eso, seguimos soportando gracias a las cámaras criogénicas y a los soportes de vida que sustenta la mermada población que sobrevivió.

Ayer… Ayer dejamos el tercer punto de interés. Según la antigua base de datos, oculta entre los archivos de inventario, ahí estaba el Edén, la colonia humana dedicada a la belleza y a la eterna juventud.

Los libros de historia relatan que era el hogar de diseñadores de moda, artistas, modelos Leer más

Entre redes sociales y tararear el amor romántico

Por Ruth Alcántara

Intento 136, es así como Ma reanuda su investigación, y es que ha dado con el grupo muestra que le servirá para indagar acerca de un elemento social que está aniquilando a mujeres estereotipadas por su manera de amar. Ya años atrás algunas autoras han desenmarañado la trama romántica del amor, que por sus características nocivas invade la mente de quien lo hace propio. En tal estudio, Ma deja claro cómo el amor romántico invade poco a poco las mentes de lxs enamorados. En lo sucesivo, Ma describe sus fases.

Fase uno, un ofrecimiento incipiente de silueta perfecta, ya sea como un ramo de flores, corazones o cromáticos globos de colores que flotan por el aire sostenidos por el frágil hilo del “amor”.

Fase dos, de reacomodo. Donde el amor romántico escala a otras aspiraciones ideales, como tener el marido más guapo, una casa de ensueño o la tradicional familia feliz. Ma descubre, simultáneamente, cómo bajo efectos amorosos y alucinógenos muta a otras variantes peligrosas donde los roles tradicionales transformanLeer más

A la mitad

Por Diana Meza

“Yagé […] Etimológicamente, en lengua quechua —aya (muerto, espíritu) y waska (soga, cuerda)— significa “soga o liana de los muertos” porque, para los nativos amazónicos, la ayahuasca permite que el espíritu salga del cuerpo sin que este muera”.

 

Salí del ensueño una mañana soleada. El ventilador de la esquina no era suficiente para erradicar el calor que había convertido el cuarto de hotel en un desierto, donde mi cuerpa y frente perlada se deshidrataban gota a gota, dejando marcas mojadas en la almohada y en la mano con que limpiaba mi frente. Faltaba una hora para salir rumbo a Puyo de la estación de autobuses de la ciudad de Guayaquil. Impulsada por la prisa sacudí la pereza junto con las sábanas, caminé al baño, lavé mi rostro y me vestí para dirigirme a la recepción del hostal y solicitar información sobre cómo llegar a mi destino.

No dejaba de estar inquieta, pues mi visita al amazónico lugar tenía un objetivo específico: encontrarme con la Ayahuasca, el elixir preparado con plantas de raíces inmemoriales. Aunque antes me había informado y preparado de acuerdo con las limitaciones derivadas de mi condición de mujer occidental, nada evitaba que yo sintiera miedo, pero ¿a qué?, ¿a la naturaleza?, ¿a la selva?, ¿a la introspección? ¿Cómo explicar este temor a explorar mi propia conciencia fuera del plano común? Mientras devanaba mis sesos con estas disertaciones, ya había llegado el taxi que me transportaría a la central; cargaba a mis espaldas, como una joroba llena de ilusiones, una enorme mochila con todo lo necesario para adentrarme en las entrañas selváticas: pasaporte, libreta, pluma, repelente.

El traslado fue rápido, en cuestión de minutos ya estaba en la sala de espera rodeada de gente extraña. Ví rostros morenos y cabelleras negras como la mía, oí voces cantadas con acento tropical, torsos sudorosos, Leer más

Punto de partida o destino

Ilustración de Yelena bryksenkova 

Por Priscila Alonso[1]

 

I

Quisiera abrazarte tanto para llenarme de ti

Para que tenga algo que pueda recordar cuando te marches

No quiero ser fatalista, pero siempre le va mejor al que se va

Los que nos quedamos estamos siempre viviendo de recuerdos

Cambiando los muebles

para hacer todo menos pesado

Pintando la casa

para borrar el rastro

Ya hace tres años que todo acabó

y aún quedan cosas tuyas, nuestras, en el cuarto de servicio

Siempre digo que hoy las dono, las tiro o las regalo

Pero por más que amanece, ese día no llega

 

II

Cuando pienso en la muerte, me viene a la mente la primera línea de El extranjero de Camus. También recuerdo los rezos en las casas de las amigas de mi abuela, algunas veces parecen más lamentos, sollozos…

Los cantos no alegran, duelen, limpian. La tierra no huele, las cenizas no vuelan, las cajas se quedan vacías como las almas y los corazones y no hay papel ni frascos suficientes para colocar el agua salada que recorre nuestros poros.

El ‹‹ hasta luego ››, los arrepentimientos y los nardos ya no existen. La incapacidad de abrazar, ver Leer más

Cuando tenía dolor de panza

Por Jesica Gonzáles

Recuerdo cuando nos mudamos de lo de mi abuela, el camión de mudanzas sobre la calle, las cajas apiladas sobre la vereda, yo con mis hermanitas agarradas de los fierros que parecían laberintos dentro del camión, mientras el conductor prendía el motor saludamos con nuestras pequeñas manos a esa casa que por mucho tiempo había sido nuestro hogar. Nos dirigimos a la nueva casa, con paredes blancas, habitaciones pequeñas, con una grifería que no paraba de gotear.  Yo tenía 5 años, comencé el jardín y luego fui a la primaria que estaba a una cuadra de casa.

No me gustaba ir a la escuela porque siempre nos decían cosas muy feas a mí y a mis hermanitas, que éramos pobres, que se nos notaba en la cara y hasta en el pelo.

Una vez llegué medio dormida al cole, mis compañeros empezaron a burlarse de mí porque tenía pedazos de colchón pegados en el cabello, “cabeza de colchón” me decían, o se burlaban por el olor a humo de las brasas con las que por las noches mamá cocinaba en el patio porque no teníamos gas. Otras veces íbamos sin desayunar y terminamos en la dirección con dolor de panza. En tercer grado tuve a una maestra llamada Andrea, era muy buena, cuando tenía dolor de panza ella me preparaba un desayuno para que tomara antes de entrar a clases. Una tarde,Leer más

Qué suerte tiene el sol

Por Karina Mora Mendoza

¿Han pensado cómo el sol nunca es el mismo? El sol del amanecer poético y esplendoroso no vuelve a ser el mismo en todo el día. Le alcanza con ser jodidamente maravilloso durante la mañana. Después de eso, es suficiente con estar colgado en el cielo esperando a guardarse un par de horas después. Qué ganas de ser sol y que el resto del mundo celebre mi existencia; que se perdone mi intensidad abrasadora de las tres de la tarde y se me excuse por parecer menguada hasta que la noche llega a relevarme. ¡Qué suerte tiene el sol de ser sol!

Postrada en el asiento del copiloto de aquella camioneta que parecía ser mía, aunque no lo era —igual que pasaba con mi vida— miraba al sol. A mi alrededor, un estacionamiento casi vacío, tres familias felices además de la mía estarían dentro del supermercado, poniendo en el carrito de compras todos esos enseres que necesitas aunque no sabes muy bien para qué; objetos enlistados en la cabeza como artículos de primera necesidad, recetados para cumplir con el esquema de bienestar perenne que viene, supuestamente, aparejado con el matrimonio; aromatizantes de vainilla o lavanda, bolsas de plástico pequeñas  y con cierre para guardar cualquier cosa que igualmente podría caber en tu puño y por ende, donde sea. Frascos de mermeladas gourmet, sin azúcar, conservadores o cualquier añadido que potenciara algo de sabor, o en su defecto, de felicidad. Parecía que entre más estéril fuera el producto, mejor se adaptaría a la mecánica de mi vida en familia, que de tantas maneras también estaba impedida para florecer. 

—¿Qué más necesitas? — Preguntó Max cuando había regresado al volante y se encontró con mi mirada clavada en la nada, que tanto le agobiaba.Leer más

Andrómeda en la secundaria

Por Laura Magnolia Hernández[1]

La gargantilla de cuero negro rodeaba su cuello para unirse justo sobre las clavículas en un aro metálico del cual se desprendían gruesas cadenas plateadas que rodeaban su cuerpo por debajo de los senos, atravesando su cintura, partiendo su figura y volviéndola a unir, haciendo resaltar esas formas que quiso ocultar cuando recién las descubrió sin haberlas solicitado en un arranque de eso llamado pubertad, cuando prefería ahogarse de calor en los días de mayo bajo un suéter escolar de manufactura china.

Aún estaba en esa etapa en la que hubiera preferido ser aplastada por otros mil suéteres chinos antes que ser expuesta ante su clase, y al final, eso fue exactamente lo que ocurrió.

Al iniciar el año sus padres la habían presionado para unirse al taller de declamación, estaban convencidos de que le ayudaría con esa timidez que no les parecía correcta. Al final accedió por tratarse de una actividad casi privada en la que el resto de los asistentes no tendrían el valor moral de juzgarla o hacerla sentir mal.

Aquel año también se había unido a la clase María Gorgona e inmediatamente surgió un vínculoLeer más

Úrsula

Por Cecilia Prado[1]

 

En medio de la polvareda se erige una enramada construida con palos y ramas de ahuijote, a su sombra, cuatro músicos varones dirigen el convite entre sones, gustos, malagueñas, jarabes, ejecutados uno tras otro, sin descanso para los bailadores. Ya comienza el arpero otra vez, con un bordonazo al arpa que sirve de primera llamada y los subsecuentes trinos de pájaros que declaran la melodía de la Úrsula, son muy gustado por todos los presentes. Basta el movimiento de manos del experimentado arpero para que a unos metros de distancia se levante un pequeño remolino al que nadie presta atención. Entre risas, gritos y chiflidos, la atención sólo se dirige a los músicos y a la tarima de parota, aún desocupada. Enseguida del arpa se suma el violín cuyas agudas notas evocan caballos relinchantes, los mismos que se encuentran a unos pasos, adiestrados para mover sus pezuñas al compás de 12/8. Arcadas ligadas suben y bajan, los sonidos viajan a kilómetros de distancia mientras se materializan unos pedazos de fierro y caucho entre la columna de tierra que se va agrandando. Al violinero lo sigue la guitarra de golpe, la jarana, la colorada aporreada sin compasión por el músico más viejo de los cuatro, quien hace gala de su talento adornando sus mánicos con repetidos abanicos.

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      A cada redoble se va definiendo lo que sólo era chatarra como una bicicleta pesada y centelleante, cuadro de acero, barra alta, rodada 29, manubrio recto. Prrrpa-prrrpa prrrpakatunpakatupa, es el sonido Leer más