Por Aníbal Fernando Bonilla[1]
“Quizá necesitemos concebir en las pantallas la perfección narrativa de la que nuestras vidas carecen”.
Andrés Neuman
Vivimos de paradoja en paradoja. En la era de las comunicaciones en medio de una marcada incomunicación. Todos hablan o gritan, pocos dialogan. La irrupción de las tecnologías de la información ha permitido una exponencial puerta de acceso a la vastedad del conocimiento, junto con la interactuación social. Pero, también, la inundación de datos pseudoinformativos alejados de la veracidad. Y de una avalancha de sobreexposición personal que banaliza la relación de los miembros de tales comunidades virtuales. Ya desde los ochenta del siglo XX se propicia esta extendida revolución tecnológica como una absurda contradicción ante las asimetrías socio-económicas, sin que aquello sea óbice para que la población internauta —en especial juvenil— crezca en medio de una evidente dinamización telemática.
El individualismo en la globalización comparte el gran debate propuesto en torno a la reproducción en el uso —y abuso— de dispositivos informáticos. La sobremesa familiar o el otrora conversatorio entrañable con el abuelo contando historias fantásticas o testimoniales, es reemplazado por el chateo y emoticones. Otros códigos se superponen al convencional enfoque comunicativo. Los grupos cibernautas se multiplican ante el debilitamiento físico-emocional que paulatinamente impide estrechar nexos sociales de forma presencial. Esto se ahondó en el reciente episodio pandémico del 2020. Ya no nos abrazamos corporalmente, sino a través de lasLeer más