Por Sergio E. Cerecedo
Como una persona oriunda de una región agrícola y ganadera de este país, una parte fuerte que me conecta con el segundo largometraje de Carla Simón es la precisión y cercanía naturalista con la que sitúa las problemáticas del campo y de la transición a la modernidad y nos hace sentir que esto no ocurre solo en Latinoamérica o en el sur global. En mi infancia me tocó recorrer muchas veces siembras y regiones donde en cada municipio que vas la base de la economía es un cultivo diferente. Sin embargo, recuerdo un viaje donde le decía a un chofer que me encantaba ver tanta gente vendiendo fruta y tantas plantas fértiles a la orilla de la carretera, en medio de ese relato un señor de unos setenta y tantos me interrumpió y me comentó que lo malo de esa venta era la dificultad para que el agricultor tuviera un buen ingreso con ello, ya que la reventa o coyotaje y otras técnicas del mercado hacen que el precio de los cultivos baje demasiado, por supuesto que esta información no me dejó indiferente y me hizo voltear de manera más precisa a la realidad que me rodeaba.

Carla Simón (2022)
En los primeros momentos de la película se nos presenta la tierra precisa, árboles frutales, montañas lejanas, un lago pantanoso, para después llevarnos a una secuencia que nos cautiva desde adentro. La cámara curiosa revela a una niña compartiendo con sus primos el juego, instantes de imaginación donde el carro abandonado que ocupan se convierte en algo más con el poder de la imaginación, algo intenso y bonito que durará poco, pues después de que bajan de él, una maquinaria pesada procede a llevarse el vehículo, los niños observan con una sorpresa disruptiva, se sienten despojados del espacio de juego libre, y no será la primera vez, ya que una realidad cambiante más grande que ellos está por venir.
En la región catalana de Alcarrás, somos testigos desde cero de una parte de la vida de una familia que se dedica al cultivo del durazno, a pesar de cada quien tener sus intereses, la familia completa, desde el miembro más joven hasta el más grande de edad, participan del trabajo manual y de recoger la fruta. En este contexto, son informados de que las tierras no son suyas, sino que su abuelo recibió un permiso de palabra durante la guerra civil para trabajar en ellas y hacer su patrimonio, cosa que logró en su momento, pero ahora la tierra es reclamada por el descendiente de quien hizo el trato, lo que también cambiará de giro el terreno al dedicarlo a la instalación de paneles solares. Un cambio que sin duda es un duro golpe para la economía de toda la familia.
A diferencia de la película anterior de Simón, “Alcarrás” aborda el relato de manera coral y nos revela un poco de la vida de cada personaje, explorando aspectos como el miedo al cambio, la transición entre tradición y modernidad, el forjamiento de la identidad en los más jóvenes y por supuesto la entidad de la familia, los factores que la mantienen unida o que la separan, siendo la decisión de luchar o no luchar por hacer que el dueño de las tierras se retracte lo que terminará de separar los caminos de las familias, por las diferencias entre las cabezas principalmente.
El lenguaje audiovisual es de una cámara en mano cercana, intrusiva pero casi invisibles; la propuesta es observar de cerca, no se preocupa por una composición muy elaborada con técnica muy rimbombante, sino por el hecho en sí. Con una calidad de imagen plena en mostrar lo dorado, hay en la manera de exponer la historia una contraposición que nos habla de la calidez de los colores del verano, pero al mismo tiempo de lo otoñal que puede ser ver el fin de una época.
Los miembros jóvenes de la familia también tienen un camino sumamente interesante, en Rogelio, el hijo mayor de Quimet, vemos un debate entre el deber laboral para con la familia y el deseo de diversión y otras cosas que puede haber en su camino propio; en Mariona, también adolescente, una búsqueda de explorar la socialización, su atracción por un chavo y su repudio ante la represión que su hermano pretende ejercer con la jerarquía del género; y en la pequeña Iris encontramos en el cambio de sus juegos y dinámicas una fuente inagotable de preguntas como lo es esa etapa de la infancia, su aprendizaje social va desde observar las costumbres de los empleados africanos que trabajan en las tierras prestadas a su familia y querer emularlas, hasta el darse cuenta que a veces nuestras amistades y vínculos son dependientes de las amistades y vínculos de nuestros padres, resintiendo sin merecerlo los alejamientos internos que se viven en su familia.
Es muy evidente que esta cámara inquieta, casi invisible, nos deja en claro por el transitar de los personajes que la tierra no le pertenece a la gente, pero la gente pertenece y escucha, vive de lo que la tierra le da, interacciona con quien se le asemeja y defiende lo que le parece justo, lo mismo les seguimos en los asados, en la cosecha conjunta, en el compartir una fruta para refrescarse en plena jornada, que vemos también las manifestaciones de los agricultores frente a las alcaldías por conseguir mejores condiciones y claridad sobre su trabajo, recordándonos la generalidad de las luchas obreras que no son solo en un país, sino que la existencia de un sistema generaliza la situación más allá de los límites geográficos.
La trama de Quimet, el padre, como el líder laboral activo de la familia, no es una persona preparada para el cambio, en él vemos una institucionalización que, aunque no sea ligada con algo del gobierno, ve irse a cada elemento de la realidad que conocía, al oficio, a los hombres contemporáneos a él y también su nivel de autoridad moral y personal ante los demás. En su arco dramático vemos al hombre rebasado por dos cosas: las circunstancias previas a su existencia; los tratos que hizo su padre, el oficio familiar que se volvió su vida en su formación temprana. El trabajo en la tierra no es romántico, no todo mundo lo hace a gusto, como tampoco la vida campirana y tradicional es un deseo de toda la gente, ahí es donde Simón siembra el conflicto tanto de la tradición como de los roles de una manera sutil, el rol de proveedor y heredero de una jerarquía y un oficio oprime a las figuras masculinas al mismo tiempo que les habla de qué son y deben ser, trastocando las decisiones sobre su presente y futuro.
Por el lado femenino también destaca una contraposición entre el accionar de la madre para el funcionamiento de la familia en el esquema interno y social que se lo han planteado, frente a su hartazgo hacia lo que cumplir todo al pie de la letra conlleva, contrario a la hermana de Quimet, que tiene una dinámica diferente con su pareja y también trabaja. Las reuniones de mujeres son representadas con discreción, dentro de la iglesia, las labores de organización de las fiestas, etcétera. En este contexto podemos entender el disenso de las mujeres jóvenes de la familia hacia el estilo de vida, apuntes que no por sutiles dejan de ser interesantes.
Por si no fuera suficiente con los padres e hijos, la otra joya en cuanto a ensamble son los abuelos, ella proveyendo de refranes, buen humor y experiencia, preocupada pero responsable hacia lo que ha visto y lo que verá; el abuelo más bien relator de la poca expresividad, preocupado por el pasado y también comprendiendo que vive el invierno de su vida y que a veces es más importante escuchar que decir, sus observaciones del espacio, su esfuerzo por llevarla bien con el adversario e intentar dejar cuentas claras a su partida. Ambos nos hablan con cada movimiento de ojos y surco de su piel, recordándonos que la vida es bonita y difícil a la vez.
Las pocas canciones que escuchamos durante el metraje son trascendentes y emocionantes, como el tierno y profundo momento donde la pequeña Iris canta a su abuelo la tradicional catalana “Cançó de pandero” a lo mejor sin vislumbrar por su edad el contexto de lucha de clases. Hay lugar también para la fusión de música urbana con ritmos más afrolatinos, concretamente de Colombia, como en “La patrona” de Lao Ra, una canción bailable con la que Mariona y sus amigas quieren presentar una coreografía durante la fiesta del pueblo; y “Ya verás” de Systema Solar, igualmente en ese sonido cumbiero de Santa Martha y alrededores. También encontramos a la banda de Ska noventera Dr. Calypso, redondeando ese mosaico de mestizaje cultural y cambio en el que la película se encuadra.
Carla Simón ha sobresalido por un minimalismo en su concepción de la imagen, una naturalidad que busca los momentos emocionales sin mucho adorno visual, su cine es directo y en él la dramaturgia parece reducirse al mínimo en técnicas y artificio. En su ópera prima “Verano” (1993) veíamos el mundo a través de una niña marcada por hechos difíciles de sus padres que es adoptada por sus tíos y que va averiguando en su día a día qué es lo que le hace sentir mal y por cuál camino dejar de ser aprehensiva y llevar las cosas un poco mejor. En esta ocasión la multiplicidad de visiones nutre aún más esa búsqueda identitaria con la que su directora nos conmueve y cuestiona a la vez.